Revista Cultura y Ocio

Guerra fría – @virutl38

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Le despertó la lluvia. Repiqueteando con fuerza. Una fuerza inusitada.

Se despertó algo asustado. Parecía que toda esa agua pretendía romper sus cristales. El ruido era ensordecedor. Arrebujado entre las mantas de su cama se resistía a levantarse. Pero decidió hacerlo.

El cuerpo cálido y adormilado se sentó al borde. Era un colchón enorme. Tanto como mil cuerpos. Uno al lado del otro. Y sin embargo era sólo para el suyo. Las plantas de los pies se apoyaron levemente en el suelo. Estaba frío. Tembló con esa sensación. Y se puso a regañadientes de pie.

El trayecto por el pasillo se le hizo interminable. La pulcritud de aquel suelo inmaculado era sin embargo despiadado para caminar sobre él sin calzado. Llegó a la cocina y se asomó al inmenso cristal que daba al jardín. Estaba todo completamente oscuro. De una oscuridad lúgubre y poco adecuada a la contemplación. Casi le sale una risa floja con el pensamiento. Sentía la cortina incesante de lluvia que continuaba cayendo. Golpeaba sobre la ventana y la vegetación. Sobre la puerta estaba esa luz tenue que tanto odiaba. Que se suponía que era para dar seguridad a la estancia. Y que como buena modernidad era un auténtico coñazo. Ahí. Encendida. Permanentemente.

Se acercó a la nevera y sacó un cartón de leche desnatada de soja. La miró. Y la volvió a meter. Con desdén. Desde cuándo tomaba aquel mejunje. Leche dice.

Tembló por un momento. Pero no era frío. O sí.

En la inmensidad de aquel insomnio recordó algo. Estaba en aquella alacena alta. Donde guardaba los cachivaches esos que nunca utilizaba. Cortadores de huevos duros. Máquinas de hacer croquetas. Amasadoras de pan. Yo qué sé. Chorradas compradas en otros insomnios. La teletienda y su fantástico hastío. Hecho inutilidad moderna.

Sí. Estaba por ahí atrás. Separó dos cacharros inservibles y completamente desconocidos. Y ahí estaba. Brillante. La cafetera italiana de dos cuerpos. Comprobó que se abría suavemente. Separó el filtro. Llenó de agua el cuerpo inferior. Ya. Y el café. Tiene que haber en algún lado. Yo tenía por aquí. O era en los cajones de la despensa. Yo creo que era un paquete de arábiga. O era un colombia que había comprado en alguna tienda gourmet del centro. Por si acaso las visitas. Que a él el médico le había dicho que nada de nada.

Ah. Míralo él. Escondido detrás de los macarrones. Lo cogió con una mano. Leyó la caducidad. Consumir preferentemente antes de mayo de 2015. Coño. Estará malo. Menuda mala suerte. Aún así buscó las tijeras en el cajón superior. Y decidió abrirlo. Cortó con cuidado por la línea de puntos y separó los bordes.

La vida pareció parase por un  instante. El olor intenso y soberbio salió de entre el aluminio plastificado del envase. Su pituitaria enseguida demostró la memoria dormida y encontró en  el recuerdo la necesidad de aquella esencia. Cerró los ojos y volvió a aspirar. Casi de un modo sonoro. Buscó a tientas una cucharilla y rellenó el filtro de la cafetera con un número adecuado de grano molido. Lo colocó sobre el cuerpo lleno de agua. Y roscó el cuerpo superior. Puso en funcionamiento la vitrocerámica y situó la cafetera sobre el hornillo rojizo.

Meses. Por lo menos. Que no realizaba aquel ritual. La taza gruesa de loza blanca. Alta y opaca. Buscó el tarro de miel. Le gustaba la de flores. Aunque tenía de brezo. Y de eucalipto. Pero la de flores le iba bien al café. Volcó sobre la cuchara un par de veces para medir la cantidad. Y comprobó que el fondo de la taza ahora estaba oscuro y dulce. Esperando.

Y sucedió. De nuevo la pituitaria recordó mientras la cafetera sudaba y se esforzaba por realizar su función. Aquel denso olor. Aromático. Comestible. Deseable. De café subiendo por las entrañas del acero. El ruido característico del momento en que una cafetera anuncia que su función ya ha finalizado. Y que la bebida no necesita más fuego.

El olor. La negrura del café cercenando el fondo de la miel.

Y entonces escuchó. Pero ya no se oía la lluvia. Miró hacia fuera. Y había dejado de llover. Llenó la taza. Metió la cuchara. Y revolvió con parsimonia. Se acercó a la cristalera con la taza en la mano. El vaho la empañó ligeramente. Dio un sorbo y aspiró ruidosamente. Sonrió para sí. Caducado. Ya. Volvió a dar un sorbo. Dos. Observó fuera la luz cenital que se veía ahora. La luna asomaba entre nubes. Casi adormilada. Pálida. Y sus reflejos se difuminaban entre la bruma y la humedad.

Miró hacia el cristal empañado. Y con un dedo dibujó un corazón. Mientras daba otro sorbo al café.

La guerra fría de la soledad y los pies desnudos augura un armisticio. Y que le den a la batalla moderna de la salud. Quiero otra taza. A la luz de esta luna.

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