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Guerras Carlistas - Los contendientes

Publicado el 07 marzo 2024 por Rmartin
Guerras Carlistas - Los contendientes

Al morir Fernando VII, en España ya existían dos bandos enfrentados, y por supuesto, diferenciados e irreconciliables: los carlistas, partidarios del Carlos María Isidro, hermano del difunto rey; y los isabelinos, defensores de la causa de Isabel II, su hija. Además, estos dos grupos contaban con seguidores y medios suficientes para una confrontación. Hasta entonces los enfrentamientos entre los diversos grupos políticos, se habían manifestado en términos que nunca habían llegado a considerarse una guerra civil. Pero los enfrentamientos durante la pasada Guerra de la Independencia y la sublevación realista durante el Trienio Liberal, habían demostrado que los conflictos armados los ganaban o perdían los ejércitos. Razón por la cual, debido a la inicial superioridad militar de los partidarios de la reina, estos estaban convencidos de aplastar la sublevación carlista en pocas semanas.

Ejército isabelino

En lo que respecta al bando isabelino, sus fuerzas armadas eran, en n principio, las de su padre, pues todas las unidades se mantuvieron a favor de la sucesión de la infanta. Los principales jefes fueron destacados generales del ejército fernandino, como Quesada, Rodil, Sarsfield o Valdés, a los que se fueron incorporando oficiales liberales, cuyos grados fueron revalidados, como Espoz y Mina o Evaristo San Miguel. Pero en el trascurso de la guerra fueron saliendo a la palestra destacados mandos: el brigadier Espartero, el comandante León o los capitanes Narváez y O'Donnell, Todos estos militares fueron los principales componentes del llamado “régimen de los generales”.

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El 16 de febrero de 1833 se decretó la incorporación de 25.000 hombres, aunque en realidad solo llegaron a incorporarse 16.125. Si se excluyen a los milicianos (unos 19.000) y a los quintos (los 16.125 citados), el gobierno disponía de unos 45.000 soldados veteranos; a los que habría que sumar 9.000 carabineros de costas y fronteras, Con la llegada al poder de Mendizábal, se declaró el 24 de octubre de 1835, soldados a todos los varones españoles de 18 a 40 años, decretándose una quinta de 100.000 hombres. Como las necesidades económicas eran tan acuciantes como las humanas, se permitió a los reclutas redimir su suerte, mediante el pago de 4.000 reales o de 1.000 reales y un caballo. Las quintas se fueron sucediendo en 1836, 1838 y 1839, logrando movilizar 328.397 hombres, a los que se sumarían 55.987 voluntarios, mas los componentes de la Guardia Nacional. En total podemos decir que el gobierno llegó a movilizar unos 500.000 hombres.

Uno de los problemas internos del ejercito isabelino fue la deserción. Abandono que se produzco entre los soldados ya incorporados a filas, pero también entre los mozos llamados a sorteo. A la deserción se unió la falta de disciplina, a consecuencia de la dureza empleada por algunos oficiales

Ejército carlista

Al comenzar el conflicto, ninguna unidad del ejército regular se puso del lado de don Carlos, debido a la intensa depuración política que se venía haciendo desde 1832; por lo que tuvieron que crear un nuevo ejército partiendo de la nada. Los ejércitos isabelinos se podían mover, libremente, a lo largo y ancho de España, mientras que los carlistas, se encontraban separados, por la cual tuvieron que crear tres ejércitos: el del norte, el del Maestrazgo y el de Cataluña:

El ejército del Norte tiene su origen en el alzamiento de voluntarios de Navarra y de las provincias vascas, que tuvo lugar tras el fallecimiento de Fernando VII. Alzamientos que fueron prontamente sofocados. Todo parecía perdido, hasta que apareció el coronel Zumalacárregui, quién con cuatro batallones precariamente equipados, consiguió formar un auténtico ejército. Nombrado general en jefe de las tropas vasconavarras, en diciembre de 1833, logró batirse en igualdad de condiciones, a finales de ese mismo año, con las tropas isabelinas en Nazar y Asarta.

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En el carlismo, como en las filas liberales, convivieron jefes procedentes del reinado de Fernando VII, con los que hicieron su carrera a lo largo de la contienda. Dentro del primer grupo estaban: el teniente general duque de Granada de Egea, los coroneles que habían sido separados de la Guardia Real por la reina María Cristina, o el brigadier Jerónimo Merino.

Entre noviembre de 1833 y febrero de 1834, se ordenó a las autoridades locales, que enviaran a todos los jóvenes solteros que se encontraran sujetos al servicio militar. Posteriormente con la llegada de don Carlos, el 17 de julio de 1834, éste ordeno el levantamiento de todos los mozos y viudos sin hijos de 17 a 40 años, de Navarra y las Provincias Vascongadas A partir de octubre de 1835, ante las numerosas peticiones, reclamando la exención por pago o por sustituto, se ordenó que —dependiendo de la riqueza de sus padres—, presentaran de dos a cuatro caballos equipados para formar parte de los escuadrones.

En junio de 1834, el ejército carlista del norte reunía 15.800 hombres y 220 caballos, llegando en enero de 1837, a ser 35.000 soldados y 1.500 caballos. Menguó, hasta recuperarse en el verano de 1839, cuando se daba por finalizada la guerra en el norte. Se estructuraba de la siguiente manera:

-   La infantería, mayoritariamente ligera, debido a la guerra a desarrollar en el norte. Zumalacárregui se basó en batallones de ocho compañías de ochenta hombres (seis de fusileros y dos de preferencia).

-   Las primeras compañías de caballería se formaron en Navarra durante octubre de 1833 gracias al comandante Vicente Amuzquivar, aunque siempre fueron el elemento más débil de todo el ejército. Esta debilidad fue la causante de que no se pudieran imponer en las llanuras de Castilla, lo que imposibilitó ganar la guerra desde las Vascongadas y Navarra.

-   La escasez de piezas artilleras fue una constante de las fuerzas carlistas desde el comienzo de la guerra. Es con la incorporación del brigadier Joaquín Montenegro, que se pudo contar con alguien capaz de preparar y organizar una artillería digna.

-   En lo referente al cuerpo de ingenieros, no surgió hasta 1836, cuando se encargó al mariscal de campo Melchor Silvestre, de la dirección de este.

-   El ejército carlista del Norte contó también con una serie de pequeñas fuerzas, como el batallón distinguido de Madrid, un batallón portugués —formado por desertores—, el cuerpo paramilitar de Aduana, y un cuerpo de sanidad militar

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El ejército del Maestrazgo. En Aragón, tras la fracasada sublevación de marzo de 1833, se desarmó a los voluntarios realistas. El varón de Hervés se unió al coronel Carlos Victoria en el alzamiento que estalló en Morella, el mes de noviembre, pero fueron derrotados. Lo mismo sucedió en Huesca, por lo que la causa realista quedó en manos de jefes guerrilleros, muy al contrario de lo sucedido en el Norte. A causa de lo cual, el ejército carlista del Maestrazgo careció de oficiales de alta graduación procedentes de las fuerzas regulares. Se trató, pues, de una creación popular; un pueblo alzado en armas contra un enemigo técnica y materialmente superior.

En el invierno de 1835, Carnicer —uno de los jefes de partidas—, dejó el mando en manos de Ramón Cabrera, intentando pasar al norte, pero fue descubierto y fusilado. Su segundo fue nombrado líder por don Carlos, empezando el lento proceso de transformación que sufrieron las partidas, para convertirse en un auténtico ejército. ¿Era tan importante mantener un ejército en el Maestrazgo? Pues si, ya que sólo desde allí se podía amenazar Madrid. Cabrera intentó formar sus fuerzas a través de un reclutamiento voluntario, puesto que el tipo de lucha en guerrillas no permitía el uso de reclutas forzosos. En diciembre de 1837, la Junta de Aragón, aprobó una quinta, pero fue un fracaso debido a la falta de armas y equipo. No obstante, se beneficiaron de las quintas de los liberales proclamadas en el Maestrazgo y Levante, ya que, al ser enviados a luchar al norte, muchos mozos prefirieron unirse a las tropas de Cabrera, y poder luchas cerca de sus hogares.

En 1834, el ejercito del Maestrazgo partía con 1.500 hombres y 50 caballos, llegando a julio de 1840 a contar con 25.000 soldados y 1.574 caballos. El Ejército de los Defensores del Rey, después llamado Ejército Real de Aragón, Valencia y Murcia, y conocido por los liberales como El Ejército de Cabrera o del Maestrazgo, fue cada día más fuerte. Algo que era debido a la fuerte personalidad de su líder. Sus fueras se organizaron así:

-   En primer lugar, las pequeñas unidades dedicadas a tareas especiales, y que básicamente fueron dos: los Miñones de Cabrera (compañía de escolta de Estado Mayor y servicio de prisiones), y los Ordenanzas del General (una compañía compuesta por cien tiradores elegidos, procedentes en su mayoría del ejército isabelino).

-   La Infantería, equipada a partir de 1836, como el ejército del Norte, aunque siempre escasa de uniformes. Se estructuró en divisiones y al igual que las vascas y navarras, compuestas por hombres de la misma región.

-   La caballería —punto débil de los carlistas—, en el caso del Maestrazgo fue más amplia que en el norte, aunque peor equipada.

-   En lo que respecta a la artillería, el ejército del Maestrazgo no dispuso de una artillería que se pueda considerar digna hasta el verano de 1836.

-   Si en el norte los ingenieros fueron importantes, en el Maestrazgo fueron fundamentales gracias impulso dado en 1838 por el capitán Antonio del Águila, y la posterior incorporación del prusiano barón Von Rahden.

-   En 1837, Felipe Calderó —padrastro de Cabrera—, se apoderó de unas lanchas cañoneras en el apostadero de Amposta, las cuales a pesar de su estado ruinoso, tras restaurarlas, se convirtió en una, digamos pintoresca, fuerza naval carlista en el Mediterráneo. Su continua actividad alrededor de la desembocadura del Ebro, hizo que el Gobierno tuviera que enviar dos faluchos con la orden expresa de destruir la Flota de Cabrera.

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El ejército carlista de Cataluña. Los voluntarios reales catalanes fueron depurados por el general Llauder en las postrimerías del reinado de Fernando VII, por lo que no pudieron sublevarse a favor de don Carlos María Isidro. En Cataluña, el legitimismo, fue defendido en sus comienzos por pequeñas partidas que fueron creciendo lentamente, hasta llegar a formar un ejército en 1838. Al igual que sucedió en el Maestrazgo, las partidas carlistas en Cataluña no pudieron contar con oficiales de carrera, por lo que hubo que improvisar casi todo. Durante la Expedición Real de 1837, don Carlos encargó al general Urbiztondo ponerse al frente de las partidas carlistas, quién debido a sus enfrentamientos con la Junta Carlista del Principado, tuvo que abandonar su misión, al igual que a su sucesor, Segarra. Así las cosas la situación se tornó muy favorable para las tropas isabelinas; hasta la llegada del conde de España, quién restauró la disciplina y el orden de una forma implacable. Hubo quejar y destituido por la Junta de Berga, tomando el mando, en los últimos mese de guerra, el general Ramón Cabrera.

El reclutamiento fue voluntario hasta 1838, cuando las autoridades carlistas decidieron llamar a una primera quinta. Con la llegada del conde de España se reorganizaron las tropas en cuatro divisiones con un total de veintiún batallones.

-   La estrella fue la división de vanguardia, una unidad de infantería creada con sus mejores tropas, siguiendo el modelo marcado por el ejército del norte.

-   La caballería fue reforzada por el conde de España, creando un colegio de cadetes en Borradá.

-   El conde organizó la lucha guerrillera y formó pequeños grupos de jinetes (denominados corsarios cuya misión era hostigar las líneas de comunicación enemigas, además de servir de enlace y apoyo a las brigadas que fueron el embrión de la artillería de campaña.

Banderas y uniformes

Ejército isabelino: los Guardias de la Real Persona eran poseedores de los uniformes más vistosos; los granaderos con casaca azul, y los escuadrones con casaquillas. Fueron eliminados los cascos, sustituidos por grandes gorros de pelo para los granaderos y chacós cilíndricos para los ligeros. Los pantalones, en ambos casos, azul celeste claro, galoneados de plata en el costado. En campaña se les equipó con casacas azules sin solapas; en tiempo frio, capas azules.

Tanto la infantería de la Guardia Real como la Caballería de la Guardia Real vieron simplificados sus brillantes uniformes para adaptarlos a las necesidades de la guerra, y a partir solo pequeños detalles distinguían un regimiento de otro. Los coraceros mantuvieron el casco, los cazadores el chacó de caballería ligera, los granaderos el morrión de pelo o el colbac. En cuanto a la infantería de línea, se mantuvo el modelo de 1828, aunque a lo largo de la contienda se fue sustituyendo por una levitas azules, bastante más cómodas. La caballería de línea cambió su uniformidad en 1835, con la bota-pantalón y el color azul de las casaquillas por amarillo; manteniendo los cascos. La caballería ligera cambió sus uniformes por otros verdes con pantalón rojo, y el chacós de copa alta por otros más bajos y anchos.

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Los regimientos de ingenieros no sufrieron cambios en su uniformidad, manteniendo el de 1825. Los carabineros de costas y fronteras con los mismos uniformes del reinado de Fernando VII, hasta 1842, cuando se reglamentó el uso de levitas de color verde botella.

En lo referente a las banderas, los isabelinos utilizadas las que databan de 1826, cuando fue, de nuevo, creado el ejército regular, que había sido disuelto tres años antes. Todas ellas correspondían al modelo fijado en 1762. El primer regimiento de cada rama conservaba la bandera que les había entregado la reina María Cristina entre 1831 y 1833. Estas banderas continuarían usándose hasta 1931. En muchas de esas banderas se subrayaba la fidelidad de los regimientos a la reina María Cristina.

La Milicia Nacional, llamada en los comienzos del reinado de Isabel II, Milicia Urbana, pasaría a denominarse Guardia Nacional en 1835, hasta que recupero su nombre original tras el golpe de Estado de los sargentos en el Real Sitio de La Granja de 1836. Los milicianos utilizaron diversas banderas: algunos conservaban las moradas reglamentarias del 24 de abril de 1820; otros las rojigualdas del reglamento de 14 de octubre de 1820; o blancas.

Mientras que la caballería desplegó estandartes morados, carmesíes y azules turquí, como identificativos de ciudades o regiones.

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Ejército carlista: En los primeros momentos de 1833, utilizaron banderas blancas, tanto del Ejército de la Fe, como de los disueltos batallones de voluntarios realistas. La diferencia con las fuerzas isabelinas, residía en la simbología realista: anagramas como F7, clara alusión a Fernando VII; o un ave fénix resurgiendo de sus cenizas con el lema POR FERNANDO o una cruz con el lema IN HOC SIGNO VINCES, emblema que había sido adoptado por la Regencia de Urgel (1820-1823), copiando el mítico lema del emperador romano Constantino en la Batalla de Puente Milvio.

Una vez constituido un auténtico ejército carlista, se adoptaron nuevas banderas, siguiendo las mismas ordenanzas en ambos ejércitos, ya que ambos se consideraban poseedores de la legitimidad del reinado anterior. Además de las banderas reglamentarias existieron las de las partidas de guerrilleros, las cuales utilizaban enseñas de diversos tipos.

Pero hubo un estandarte utilizado tanto en la Primera Guerra Carlista como en la Tercera, fue la Generalísima, que había sido bordada en 1833 por la primera esposa de don Carlos, María Francisca de Asís de Braganza, que fue entregada por el pretendiente a su escolta de honor. Era cuadrado, de 88 x 78 cm, con el anverso de terciopelo rojo, bordado en el centro, el escudo de las armas reales, rodeado por los collares del Toisón de oro y de la orden de Carlos III, rematado, a su alrededor, por una decoración geométrica en líneas doradas. Su reverso era blanco, con la imagen de la Virgen Dolorosa pintada en un óvalo central, con el lema GENERALÍSIMA DEL EXERCITO DE CARLOS V a su alrededor, teniendo en su canto la misma decoración dorada que en el anverso.

La boina, en un principio, solo se utilizó en el ejército del norte, aunque con el paso del tiempo fue también adoptada por el ejército de Cabrera en el este. Las cananas o cartucheras, por iniciativa de Zumalacárregui, fueron de color crudo y cada hombre portaba cuarenta cartuchos. Aunque el equipo del soldado carlista estuvo orientado a la guerra de guerrillas, la infantería tuvo, siempre que se pudo, casaquillas con faldones cortos o chaquetas azules, con las vueltas y el cuello de color rojo, amarillo y verde, y pantalones blancos en verano y rojos o azules en invierno; los capotes, marrones, grises o azules. Para distinguir la tropa de los oficiales, se propuso que estos usaran levitas de anchos faldones con dos hileras de botones, muy similares a los de los isabelinos. Las cazadoras negras de carnero o lobo (spencer), fueron muy usadas por jefes y oficiales. La caballería utilizó casaquillas y chaquetas con colores diversos: rojas, azules o verdes, con los pantalones protegidos por cuero y boinas azules y rojas.

Ramón Martín

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