Revista Deportes
Por El Zubi
Hace pocos años se cumplió un siglo, desde que el torero Rafael Guerra Bejarano, decidiera retirarse de los ruedos. Una fecha histórica sin duda, y que dejo a la afición sumida en la mayor orfandad taurina, hasta que apareciera algunos años más tarde la figura de Joselito. Ha pasado un siglo, digo, y me da la sensación de que aún no se ha puesto a este genial torero en el lugar que le corresponde. No me refiero a Córdoba, donde sé de sobra que aún se venera su memoria. Me refiero a la figura de “El Guerra” en la historia de la tauromaquia, a la importancia que tuvo todo cuanto hizo para el desarrollo del toreo moderno. Sus enseñanzas fueron recogidas y perfeccionadas por Joselito, aunque la crítica histórica quiera erróneamente, creo yo, atribuirle en exclusiva estos méritos a Juan Belmonte.
Estoy convencido que Guerrita tuvo dos cosas en su contra. Una fue haber vivido como torero en una época en la que los medios de comunicación se encontraban en un estadio casi prehistórico. De haber nacido en estos tiempos, lo suyo hubiera sido un auténtico fenómeno sociológico a nivel mundial. La otra fue, que por su buen oficio no se dejó matar de una cornada en la plaza. Y no ocurrió porque lidiaba siempre rozando la perfección, ya que conocía muy bien el comportamiento de los toros y sus terrenos.
En aquella época, (lo sé por todo cuanto he leído sobre él y lo que me ha contado su nieto Rafael Guerra, que por desgracia murió hace pocos años), Guerrita fue el más grande y no había otro. Dotado de un don y un talento especial para este oficio, y resulta que lo hacía todo bien. A esto le acompañaba un carácter irreductible e insobornable, que le hacia ir por derecho siempre y en todas las facetas de la vida. Esta rectitud suya y su conocida “tozudez” chocó con los públicos caprichosos y miserables que siempre ha habido en la villa y corte de Madrid, y como se dice vulgarmente, los mandó a todos a “freír puñetas” y se retiró a su Córdoba natal a vivir la vida. Eso sólo lo hace alguien que es muy grande, y dejo dicho: “En Madrid que atorée San Isidro…”
Me contaba hace años su nieto Rafael, que en cierta ocasión invitaron a su abuelo a participar en una montería en Andújar, a la que también asistía el rey Alfonso XIII con quién le unía una gran amistad. Al parecer Guerrita llegó un poco más tarde que los demás invitados. De tal forma que cuando llegó estaba todo el mundo en la plazoleta del cortijo haciendo los preparativos para comenzar la cacería. Guerrita llego en su limusina, conducida por su chofer. La llegada fue espectacular. Rafael Guerra bajó del coche envuelto en su capa con forros de seda color morado, y se acercó al resto de los invitados. El rey Alfonso XIII, que tenía gran predilección y afecto por este legendario torero, se acercó a él y bromeando, le dijo: “Rafael, que con esa capa perece usted un obispo”. El Guerra, con una sonrisa en los labios, comprendió la broma, y le contestó inteligentemente al rey: “Perdone usted Majestad, pero yo en lo mío, soy el Papa”. Todo el mundo, incluido el rey, rieron con la salida tan divertida y ocurrente que tuvo el Guerra. Una anécdota que denota esa fina inteligencia natural que este hombre tuvo para todo en la vida. Y la seguridad que tenía de sí mismo, de saber que era el más grande. No se equivocó cuando sentenció: “después de mi, naide, y después de naide, Fuentes”. Fue torero dentro y fuera de los ruedos has ta la muerte. Un hombre que tuvo una vocación casi sacerdotal, con una dimensión profesional de las más grandes que han existido en este difícil mundo de los toros. Por eso, yo quiero hoy poner un granito de arena más para engrandecer aún más su memoria, e intentar poner a este monstruo del torero en el lugar que le corresponde: la gloria.