En algunos talleres o cursos lo oiremos. Leyendo crítica literaria lo encontraremos. Es importante. Es, algunos dirán, lo que vale. La visión del autor. Cómo asume el mundo. Su realidad. Pero ¿cuánto espacio hemos de darle al tema en nuestras historias?
Hace unos días, leí este post de aquí. Joan Grau nos habla de muchos detalles relevantes; sobre todo, esa defensa de la mente frente a la pasión de los recién llegados, tan a la defensiva para con las normas de la escritura. Además, trata sobre los peligros de "predicar" antes que "contar".
“no olvidemos, que debido a la dualidad inherente de la realidad que vivimos, una idea sólo puede ser definida mediante sus opuestos. Cuando defiendes una “idea pura” caes en la superficialidad o el dogmatismo. O dicho de otro modo, la verdad siempre se presenta en pedacitos.”
Aún con todo, temo que todas estas matizaciones no “lleguen” a muchos escritores o guionistas. Puede que asuman que si expresas los distintos puntos de vista con personajes diferentes será suficiente, por ejemplo. Y no.
Estos días en Madrid, he visitado la exposición que la fundación Mapfre en su sede en la calle Recoletos. Acaba el 15, pero les invito a que visiten su sede original en Barcelona. Es un maravilloso, colorido, sorprendente repaso al modo románico de transmisión de información.
Una larga viga resume la Pasión de Cristo mediante escenas, al modo de un cómic. Los santos, las historias del Evangelio están retratadas de un modo sencillo. Para que fuera reconocible para el espectador, que, en este caso, era el asistente a las iglesias románicas. Gentes sin formación. Gentes que, por entonces, aún no conocían los Dogmas de la Iglesia.
Parece que todavía existe esa distancia entre quienes gozan o creen incluirse de una cierta “cultura” y el “pueblo llano”, porque, a día de hoy, sufrimos historias que nos ofrecen todo masticado.
Usando la expresión de Joan Grau (aunque quizá con otro sentido), yo diría que los guionistas se preocupan cada vez más de lo externo que de lo interno. Puede que sea porque se colabora con los directores, en mi experiencia, los más obsesionados con que todo se clarifique. Puede que, también para asimilarnos a los directores como “autores”, a veces nos desboquemos hacia ese didactismo tan molesto y, al tiempo, tan ingenuo.
Primero, porque todos requerimos un poco más de humildad. Con treinta años, es improbable que uno tenga una visión del mundo propia. Pretenderla o forzarla es similar a las prisas de cualquier novato en la escritura de guiones: ir a por las tejas, y olvidarnos de cavar los cimientos.
Segundo, porque mejor no confiamos en que este estilo didáctico acabe en una estética nueva y propia, como, al cabo, sí sucedió con el románico. Curiosa contradicción, aquellos autores (cuando no existía nada al concepto de “autor”) trabajaron en una simbolización tan cuidada que algunos crearon obras tan maravillosas como la Majestat de Batlló. Claro que no lo sabían. Lo hacían, sin conciencia de hacer arte. Creían hacer “libros vivos” donde se predicaba las enseñanzas cristianas.
Majestad de Batlló: una imagen en madera policromada del siglo XII.
Europa, siglos después, gozaría de una contradicción igualmente ingenua, si bien no con resultados artísticos tan bellos. Del didactismo religioso, nos fuimos al didactismo de los ilustrados. Y de ahí, en apenas unos saltos de casilla, al didactismo de izquierda. El marxismo que, en arte, ha hecho mucho daño.
Miren este artículo, por ejemplo. Muchos “expertos” ajenos a cómo funciona la narrativa de verdad querrían que las ficciones se plegaran a ideologías políticas previas. Nunca entenderán, pues, los análisis del cine de Berlanga, donde hay palos para todos, porque todos somos humanos. Y falibles.
Por eso, olvidemos el tema. No busquemos, con boli y cuaderno delante, sobre qué va la que será nuestra historia. Vayamos al cimiento, y olvidemos un poco nuestro ego.
Qué nos obsesiona. Con qué soñamos a menudo. Qué escena hemos contemplado en el autobús, en el Metro, desde nuestra ventana, en un bar cualquiera. Y tiremos de ese hilo. Y creemos personajes. Y luego, situaciones, conflictos, hechos, giros.
En el proceso, si somos lo suficientemente analíticos, iremos encontrando “de qué queremos hablar”. Descubriremos qué "visión" (parcial, tópica, madura, crítica, superficial, optimista, pesimista) tenemos del mundo. Si no, tampoco importa. Tal vez un lector nos lo haga ver; tal vez un profesor en un taller. Tal vez hasta que no es estrene la película o se lea nuestra ficción, no llegue un crítico que dé en el clavo y hasta nos detecte qué queríamos decir.
Si la imponemos desde el principio, crearemos finales que busquen “dar una lección”. Crearemos algo similar a los cuentos populares que reunieron los Hermanos Grimm. Crearemos moralinas.
"Mi teniente, qué faccioso viene usted".