Le parecía mentira. Nunca pensó que eso podría ocurrirle a él y mucho menos con Teresa; pero el tiempo, inmisericorde, jamás se detiene y soportar sobre su cerviz ya más de un cuarto de siglo era motivo más que suficiente para haberlo imaginado. En fin, el caso es que a su edad se encontraba en la puñetera calle sin nada que llevarse a la boca y sin tener idea clara de qué hacer con su vida. Soy un burro, se decía para sus adentros, y ya se sabe lo que se puede esperar de alguien como yo. Solo se le ocurría una posibilidad para salir del paso: probarse en el canto. ¿Le admitirían como cantante o incluso como músico en la escolanía de la ciudad?
En estas cavilaciones estaba Rucio cuando a la carrera se vio adelantado por un galgo corredor. La verdad es que por las pintas no le resultaba desconocido el susodicho. Sí, claro, se trataba de Lebrel, el galgo de Alonso. Lo conocía desde que el perro llegó a la casa donde él, que andaría entonces por los 9 ó 10 años, trabajaba. Fue la sobrina del amo de Lebrel quien lo llevó. En ese momento Rucio estaba en la flor de la juventud, no como ahora en que se veía y se encontraba viejo y sobre todo cansado.
— ¿A dónde vas tan corriendo, amigo? —soltó Rucio al gozque cuando éste al poco de superarlo con su carrera se detuvo a mirarlo con extrañeza—. No es por nada, pero pareces agotado. ¿No será que como estamos ya en diciembre y la temporada de caza se acerca a su final tanto has cazado durante estos cinco meses que te encuentras exhausto?
—Ojalá fuera así como dices, amigo. No, para nada. No estoy cazando ahora, sino huyendo de los miembros de la cuadrilla que, por cerrarse pronto la veda y estar yo poco veloz y hábil con las piezas, ya me estaban poniendo el lazo los galgueros para colgarme de un árbol o tirarme a un pozo. Por eso he salido a la carrera.
—Quizá podrías venir conmigo. Voy hacia la ciudad de la música. Con mi voz profunda y baja podría entrar en la escolanía y si no me acoplase o no le agradase mi voz al maestro podría aprender a tocar algún instrumento. ¿Tú sabes cantar o tocar, por ejemplo, la guitarra o los timbales?
—¡Ay, amigo! —exclamó el galgo—. Pero antes dime cómo te llamas, pues se me hace pesado dirigirme a ti sin saber tu nombre, más aún si, como así va a ser, voy a acompañarte a donde quiera que te dirijas.
—Llámame Rucio, aunque si te es más fácil, también atiendo por pollino.
En estas estaban ambos caminantes cuando sentado en un cruce de caminos encontraron a un felino doméstico todo él muy desmejorado, casi sin pelo y con las costillas muy marcadas, seguramente por la mucha hambre que pasaba. Lebrel, a pesar de que con estos animales no se llevaba demasiado bien, movido por su buen carácter se dirigió a él interesándose por su situación, que a todas luces no era envidiable.
— Tuve que salir por patas de la casa de mi amo —dijo Milo, que así se llamaba el gato que de sus siete vidas parecía haber perdido al menos cinco—, si no lo hubiera hecho habría acabado en la cazuela pues donde nada se come y nada se bebe, o sea, la vivienda donde yo servía a mi señor cazándole ratones, a falta de una buena liebre habían puesto sus ojos en mí; y es que ya se sabe que a buena hambre no hay pan duro o que dar gato por liebre en sentido literal es excusado en situaciones de extrema necesidad. Por eso estoy aquí, a donde he llegado después de correr varias jornadas sin parar.
—Quédate con nosotros, amigo —prosiguió Lebrel con la suavidad y amabilidad que le caracterizaba—. Rucio tiene ideas que nos pueden salvar la vida que, según veo, la tenemos todos en serio aprieto.
Llevaba el asno en las alforjas que su ama había olvidado sobre su lomo y con las que había huido de las malas intenciones de su dueña algo de comida, poca cosa en realidad, no más que unos miserables mendrugos de pan. Pero bastaron para engañar el hambre de Milo que de no haber sido por esto habría perdido una vida más.
Ya a la tarde, cuando pasaban ante una venta, vieron a un gallo que, erguido y desafiante, cantaba con todas sus fuerzas. A la pregunta sobre su actitud, que al unísono le hicieron los tres viajeros, el gallo, tras dejar de cantar, les respondió: «En tiempo de desolación no hacer mudanza»
—¿Qué dices, gallo? — preguntó Milo, que aún no satisfecha del todo su hambre lo miraba con aviesas intenciones.
—Digo que estoy fuera de mí, que estoy desolado, pues a pesar de ser un magnífico despertador, mi patrona tiene decidido servirme en petitoria a unos amigos invitados que llegan mañana. Es por esto que me he subido a lo más alto que he encontrado para evitar que cometa conmigo acto tan desagradable.
—Vente con nosotros —intervino Lebrel—. Rucio, que es el mayor de los cuatro, tiene la idea de que cantemos, rebuznemos, ladremos, maullemos o nos constituyamos en grupo de música aunque solo sea de percusión. A propósito, vista tu buena voz, tú bien podrías ser nuestro solista. ¿Qué te parece?
—Pues qué me va a parecer, amigo galgo, que si puedo viajar sobre el lomo de alguno de vosotros, claro que podéis contar con mi voz, mis pulmones y mi kikirikí.
Avanzaban por el camino aprovechando la fuerza y aguante de Rucio. Formaban una especie de castellet: en la base la potencia del burro y sucesivamente, ordenados de mayor a menor corpulencia, el perro, el gato y, coronando el grupo, el gallo Kiriko. De esta guisa caminaban cuando Lebrel olfateó la proximidad del mar; una localidad marítima sería un destino óptimo si es que querían vivir del parcheo. Pronto vieron un descolorido y arrumbado cartel que mantenía legibles algunas letras: una B, una desleída E, una rotunda R, y una M que parecía algo fuera de lugar.
—Amigos —roznó con un firme íííaaaa el burro—, parece que hemos llegado a ¿Berm…illo?, ¿Berma?, ¿Berna?, ¿Brem? o ¿quizás Brema? No lo sé, lo único que sé es que aquí huele bien, detecto prosperidad, tranquilidad y satisfacción. Los ruidos y chillidos de las gaviotas son música para mis grandes orejas. Descansemos y acerquémonos a la villa para procurarnos algo de comer.
Según que la torre andante que componían los cuatro animales caminando se desarmaba, Kiriko, el más pequeño de cuerpo pero el más ágil y vivo de cabeza, pensó que poco tenía que hacer en grupo tan variopinto. Decía para sí que más le valía comenzar a dirigirlos si es que no quería verse ninguneado, invisibilizado e incluso, bien descuartizado para con él hacer un guiso al gusto de los primeros humanos que asistiesen a sus seguramente insoportables conciertos, o bien materialmente desaparecido para convertirse en parte de Lebrel que, era evidente, se moría por sus huesos, aunque también Milo miraba su roja cresta y sus patas amarillas con más que abominable deseo. Sólo Rucio parecía ajeno a estos bajos apetitos y, bondadoso como era, confiado en llevar a cabo su armónico plan.
Cayó la noche sin haber satisfecho el hambre y los cuatro, deseosos de conciliar el sueño, buscaron con ahínco lugar donde guarecerse. A unos cientos de metros vieron una cabaña de cuya chimenea salía humo, señal inequívoca del calor y confort que contendría. Se acercaron hasta una ventana con luz y observaron que en su interior unos cuantos guirrios comían y bebían entre chanzas y carcajadas. Kiriko decidió en ese mismo momento, sin pararse a pensar más, tomar la iniciativa. Propuso volver a formar el castellet que les había servido para viajar cómodos y que ahora les serviría para expulsar a estos sidros o bardancos. Decidido, comenzó a dar órdenes a sus compañeros:
—Rucio, golpea recio con tus pezuñas la ventana para que se abra y lanza rebuznos cuanto más fuertes mejor; Lebrel, comienza a ladrar como si en ello te fuera la vida; Milo, electriza tu cuerpo para que tus ojos emitan fuego y tus maullidos quiebren los oídos de estos borrachos perdidos.
Tal hicieron y los cuatro bardancos que, al no ser de mar sino muy de tierra adentro, se encontraban algo despistados y desconcertados al no conocer los hábitos y las costumbres locales, vinieron a creer que había llegado el momento en que sus desafueros de años iban a ser castigados por este Armagedón horrísono que pavor les había metido en el cuerpo y el alma, y huyeron como si dentro de ella habitase el diablo.
—¡Bravo, Kiriko! —gritaron al unísono Milo, Lebrel y Rucio al ver cómo el planteamiento del gallo había tenido óptimo resultado.
—Aprovechemos los manjares que estos sidros de otros mares aún no han tenido tiempo de comer —animó Rucio a sus compañeros de fatigas—. Sólo os pido que no abuséis de la bebida, pues una cosa es dar satisfacción al cuerpo y otra muy distinta obnubilar la mente.
Pero ya se sabe que la jambre es muy mala compañera y que la cabeza tras haber divagado tanto pensando cómo aplacarla tiende a descuidarse, a dejarse llevar, a perderse un poco en los agradables efluvios que el alcohol suele provocar. «Bebe con moderación», reza habitualmente el dicho. «Yo bebo lo normal», se suele responder. Ahora bien, queridos niños, ¿qué es lo normal? No aguanta lo mismo un burro que un gallo, un perro que un gato. Eso está claro. Es más, os diré que con razón se dice aquello de «A quien madruga, Dios le ayuda», y se dice con razón pues es de mañana cuando los más perspicaces tienen sus sentidos y su mente ágiles y alerta. Y así fue también esta vez cuando Kiriko, por descontado el más matutino de los cuatro, mantuvo esa noche su cerebro libre de tóxicos que lo enfangasen. De tal manera que, mientras que sus tres compañeros, más grandes y presentables que él, al día siguiente hubieron de dormir durante largas horas su borrachera y empacho, él, pequeñito y de ideas claras, madrugó como todos los días.
Tras levantarse sin saludar con su canto esta vez la salida del sol, presto abandonó la cabaña y se dirigió al lugar donde los cuatro guirrios norteños habían pasado la noche. Eran estos sidros seres infectos, desagradables, ajenos al lugar, pero portaban una cualidad desconocida para los que dormían su merluza: sabían cantar y tocar un instrumento de viento con forma de flauta unida a una especie de vejiga que cada intérprete según su criterio llenaba de aire, el cual luego, al verse esa especie de bolsa oprimida por el brazo bajo el que se encontraba, salía expulsado por el flautín produciendo diferentes y armónicos sonidos. Gaita, creo que llamaban a este instrumento. Kiriko se llegó hasta ellos y les propuso un acuerdo: si lo ayudaban a hacerse con el mando del grupo, él permitiría que recogiesen sus enseres y prosiguiesen su camino de robos y engaños que venían realizando desde las Asturias de Oviedo hasta esta localidad que parecía de sueño.
Los ladrones guirrios para poder acceder a la casa debían de expulsar a los animales que allí estaban. ¿Cómo hacerlo? Dos de ellos optaron por vestirse de antruejo con esquilones en la espalda, los otros dos ocultaron su rostro tras caretas zoomorfas. Todos ellos se aproximaron a la casa con movimientos obscenos e itifálicos como solían hacer por carnavales buscando mozas que golpear en el tafanario para que las mismas se volviesen fecundas y receptivas.
Rucio, Lebrel y Milo al ver aproximarse tal cúmulo de fealdad en medio del sonido de los esquilones entraron en pánico y huyeron de la casa al pensar que el final de sus días había llegado. Los bardancos proseguían con sus saltos y música horrísona mientras iban recuperando los enseres que dejaron en la cabaña la noche anterior. Kiriko esperaba que estos seres demoníacos cumpliesen la palabra que le habían dado, pero ya se sabe que de salvajes, hipócritas y mentirosos poco cabe esperar, y éstos lejos de abandonar el lugar cerraron puerta y ventanas colocando todo tipo de objetos para impedir el regreso de los cuatro animales.
Borrico, galgo y gato miraron en silencio al gallo. Él los había conducido el día anterior a la victoria; gracias a Kiriko habían podido saciar el hambre y la sed, y habían podido descansar tras la borrachera. Mudos, pero en una mudez de lo más elocuente, pidieron a Kiriko que los dirigiese de nuevo, que él había demostrado sabiduría, que él era su líder, su caudillo, du dios en la tierra. Como en la cabecita del gallo por su tamaño no cabían demasiadas ideas, éste les propuso retomar la que tan buen resultado les había dado la tarde anterior. Así que volvieron a componer la figura de un gigante al estilo del castellet que tanto se utilizaba por esos paisos. Sólo introdujeron una novedad, un complemento que resultó fundamental: cubrieron al gigante-castellet de pajas y heno dejando sólo visible la cresta roja de la cabeza de Kiriko. Lebrel, Rucio y Milo, así, sin ver nada, confiando ciegamente ellos en las indicaciones de Kiriko, tras decidir denominarse los músicos de Berm, volvieron a la casa y componiendo la insoportable melodía con la que pensaban ganarse la vida, derribaron la puerta y comenzaron a cocear, morder, arañar y picotear a los sidros, los cuales no tuvieron más remedio que cumplir lo acordado con Kiriko y huir despavoridos tierra adentro abandonando la costa levantina donde se encontraban.
Tras el éxito los autonombrados “músicos de Berm” consideraron que la música que producían cumpliría siempre los efectos deseados por ellos, así que sin pensárselo más decidieron utilizarla en el futuro. El nombre de ‘Los músicos de Berm’ que se habían dado no les duraría mucho tiempo. Kiriko, el único del castellet que durante la pelea contra los bardancos había podido ver algo, cuando los zamarrones escapaban por la carretera descubrió otro cartel en ella con el nombre de la población. En esta ocasión las letras borradas o desvaídas coincidían con las que se leían bien en el primer cartel que vieron; en este nuevo sólo se leía con total claridad una palabra: NIDO. Para qué mas, parecía un mensaje caído del cielo. O sea que sí, bien, perfecto este Berm…illo, Berma, Berna, Brem o quizás Brema, para ellos cuatro sería de aquí en adelante su lugar de residencia, su hogar, su nido, su Berm, su Be NIDO rm, una localidad en la que, a lo que vieron, abundaban los guiris, seguramente descendientes de guirrios semejantes a los que ellos habían expulsado con inteligencia, y en la que con la música, por mala y atronadora que fuera, cualquiera podía ganarse la vida.