El otro día soñé que se me congelaba el pecho, y como en todo congelamiento, después sobrevino el dolor. Ese dolor en el pecho hizo que me despertara. Sorprendentemente estaba durmiendo a un lado de la cama, en el suelo, boca abajo y con la cabeza encima de un zapato.
Después del susto llegó la sorpresa; las palabras del gordo Pichuco y su “dicen que me fui de mi barrio, pero ¿cuándo? Si siempre estoy llegando…”, empezaron a caminar por mi memoria y enseguida llegó una vieja conocida, la angustia. Es cierto, no fue un buen despertar, de hecho todavía no había amanecido y las esperanzas de volver a dormirme se habían ido en el mismo momento que abrí los ojos. Me senté torpemente en la cama, vi por la ventana la plaza vacía y entonces me di cuenta que algo iba a pasar. En raras ocasiones la angustia me engaña, suele ser tan fiel a sus designios que cuando llega empiezo a planificar estrategias de viajes, estados de ánimo y un sinfín de situaciones en las que nadie quiere verse. Sólo faltaba el desenlace.
La espera fue corta. Ese mismo día por la tarde, Lunelli me mandó un Whatsapp: “se fue el Amor Amarillo”. Al principio no me di cuenta, pero sabía que la visitante nocturna tenía algo que ver con el mensaje, yo no era muy consciente de ello, pero lo sabía. El bueno de Gustavo Cerati nos dejaba un poco más huérfanos con su partida, como suelen hacerlo los artistas que te acompañan durante décadas sin saberlo y un buen día deciden que la eternidad es suya y a nosotros solo nos queda hacer el papel que siempre hicimos y el que mejor sabemos hacer, el de caníbales.
Ella se fue sin más. Me la imagino tranquila, caminando con la seguridad de saber que cumplió con su trabajo. Yo estoy acurrucado en Spotify, volviendo al barrio con cada canción y calculando mentalmente cuando volverá.
// gracias.diazepam //