Revista Opinión
No tengo más remedio que confesarme; ya se sabe, la verdad, mal que nos duela, nos hará libres. Siento una simpatía involuntaria hacia Benedicto XVI desde que anunció su renuncia. Antes del suceso, tenía una explícita animadversión hacia su personaje. Aún tengo razones intelectuales y morales para disentir, incluso repugnar -faltaría más- su pontificado, pero su renuncia me ha hecho ver su figura pública desde una perspectiva más benévola. En primer lugar, por el carácter transgresor de la misma, una actitud inusual para quien se ha declarado firme enemigo de la Ilustración y adalid incansable de una posmodernidad dibujada como germen de todos los males. La renuncia del Papa no solo es transgresora desde un punto de vista estético, que ya de por sí es suficiente como para aplaudir el gesto. También supone una ruptura con elementos tradicionales, indiscutibles, dogmas de fe. Para empezar, la infalibilidad papal queda refutada por pura lógica aristotélica. Se suponía, como ya sucediera con el poder hereditario de los monarcas, que el Santo Padre lo es hasta su muerte, y que recibe por ciencia infusa las instrucciones directas de Dios, lo que le certifica como emisario de verdades metafísicas exentas de opinión o juicio racional. Vamos, que el Papa dice siempre la verdad; no la suya, la de Dios. Por tanto, su función dentro de la Iglesia es vitalicia e imposible de revocar, ya sea por agentes externos o por propia voluntad del pontífice. De hecho, un Papa deja de tener voluntad propia una vez acepta el cargo. El día que Benedicto XVI dejó de hablar como Papa y empezó a hacerlo como Ratzinger, como ese hombre de carne y hueso, dolorido por el paso de los años y el inquietante devenir de su Iglesia, ese día su infalibilidad huyó para transmutarse en una realidad contingente, fungible, defectible, sombra de su solemne impermeabilidad pontificia. Por ello, este acto voluntario tiene todo mi respeto y admiración. Como Papa y como dirigente público, como gestor de millones de espíritus habitando una carne maculada. Hasta ahora, la imagen pública de la Iglesia de cara al universo globalizado era sinónimo de intransigencia ética, rigidez intelectual, incluso irresponsabilidad moral en casos flagrantes que exigían más comprensión (caridad cristiana) que adhesión a dogmas inalterables. La dimisión del Papa desvela una debilidad que sienta bien a una Iglesia precisamente rechazada por una arrogancia vestida de fortaleza espiritual. Dar marcha atrás (excusen el doble sentido) no es un verbo que forme parte del derecho canónico. Más bien todo lo contrario, permanecer inamovible a los vientos, autista ante la casuística, es una marca de la casa. La renuncia de Benedicto XVI deviene así en una desiderata, un sacrificio premonitorio de futuribles reformas que desde dentro insuflarían esperanza, y desde fuera evitarían tener que seguir sintiendo vergüenza ajena. Cuando la Iglesia se humaniza, su mensaje sabe divino.