Revista Salud y Bienestar

Haber elegido muerte

Por Emilienko
Haber elegido muerte
A veces, se muere un paciente joven. Entonces, como inconsciente mecanismo de defensa, uno mira su edad en la historia clínica y se sorprende de que sólo tenga un par de años más que él, o incluso un par de años menos. Y uno no puede evitar sentirse identificado.
A veces, se muere un médico tras una larga y discapacitante enfermedad, que tanto él como sus asistentes saben cómo le va a ir degenerando y qué pronóstico le depara. Y uno no puede evitar pensar en cómo reaccionaría si ese médico fuera él.
Y a veces, el que se muere es un médico joven. En esos casos, la sensación de amargura e impotencia es tal, que resulta imposible describirla con palabras. Y uno no puede evitar estremecerse cuando un robot idiota de Facebook le invita cada dos por tres a "retomar el contacto" con ése médico que ya no está entre nosotros.
Todos hemos sufrido miedo a la muerte en alguna ocasión, pero para algunos es más sencillo olvidarlo que para otros. Los sanitarios, al ver la muerte cada día delante de nuestras propias narices, no estamos entre los grupos con más facilidades.
Cuando salgo al centro y veo a ciudadanos sanos paseando felices y comprando en tiendas, pienso que los moribundos son pocos y que, por cuestión de probabilidad, seguramente yo me mantendré en el grupo mayoritario. Pero en ocasiones me planteo si los que salen a la calle son en realidad una población muy sesgada y que muchos son los enfermos que están encerrados en sus casas.
Entonces me entran unas ganas terribles de disfrutar el momento, dada la incertidumbre de cualquier instante futuro. Haciendo la compra, siento ganas de basar la propia dieta en pizzas y helados, amparándome en el pensamiento de que quizás mañana ya sea muy tarde para comerlos. El mismo razonamiento se aplica a la hora de comprar ropa, cuando la impulsividad me supone gastos que sin duda deberían haber sido más meditados.
Quizás haya más ejemplos en los que yo y otros caemos en el placer material para vencer el miedo a la muerte; afortunadamente, en mi caso, no implican conductas de demasiado riesgo. No he experimentado nunca con drogas duras, ni he tenido relaciones sexuales indiscriminadas, ni he dedicado tanto tiempo al placer como para que acabe afectando a mi vida profesional. Aunque, habiendo comentado estas tentaciones con algunos colegas, alguna vez todos nos las hemos planteado. Somos humanos.
Siempre pensé que estos miedos eran una actitud egoísta, fruto de pensar demasiado en uno mismo y que quizás se resolvieran dedicando nuestra atención a las personas que queremos. Rocío, sin embargo, me dijo que también hay que tener cuidado con esa actitud, pues los mismos temores sobre la muerte que uno alberga sobre sí mismo puede proyectarlos hacia su familia y amigos, sintiendo una sensación de desesperanza total, en la que parece que ni el edredón lo abraza a uno cuando se mete en la cama por las noches.
Después de haber escrito este texto, estoy sonriendo aliviado. Este pensamiento llevaba tiempo rondándome por la cabeza y no había sido capaz de estructurarlo; ahora parece haber ocupado su sitio. Sigo sin tener muy claro cómo luchar ante mi realidad cotidiana llena de muerte, sufrimiento y enfermedad, pero cuando ahora pienso en ese chiste tan absurdo de Manu, que nunca me hizo demasiada gracia, parece que su significado ha cambiado. Ya no es una historia de humor del absurdo, sino que parece que encierra dentro la más pura filosofía de la importancia de disfrutar de la vida. Sí, sabéis qué chiste es. Es muy conocido. Es ése de que van dos por la calle y uno le dice al otro:
-Elige, elige, ¿susto o muerte?
-Ehhh… ehhh… ¡susto!
-¡¡¡BUH!!!
-¡Ay! ¡Qué susto!
-¡Ah! ¡Pues haber elegido muerte!
Foto: Rocío y yo hablando de este tema hace unas noches. Compramos la cara pero deliciosa empanada del Horno de San Buenaventura, un par de cervezas del Salvador y nos las tomamos en uno de los modernos bancos de la Plaza del Pan. Ya sabemos que está prohibido comer ahí, pero esperamos que el Alcalde nos conceda una licencia para infringir esa ley, debido a lo trascendental de los temas que allí tratamos y en nuestro intento de disfrutar cada momento de la vida como si fuera el último.

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