Tenía un amigo gitano. Sí, ahora es cantaor y va de gira por los pueblos y se saca un dinerillo. Pero antes sólo era gitano. De hecho lo llamábamos Gitano. Sus padres trabajaban en la feria. Un día se vieron envueltos en una trifulca, o no sé qué hostias, y a Gitano lo echaron del colegio. Pero hasta entonces fuimos muy amigos.
Sus padres habían heredado, o eso decía él, una de las atracciones más legendarias de la historia de las ferias ambulantes. No, no era el mítico pulpo, tan inseguro como recurrente, sino el tren de la bruja. El tío de Gitano (en adelante Tiogitano) era la bruja. Se ponía una máscara barata que le causaba heridas y rozaduras en la boca, debido a la baja calidad de sus materiales, y se convertía en la bruja para repartir escobazos; esa era su misión: agredir a unos pobres niños ingenuos a quienes sus padres, en la mayor parte de los casos, metían en el vagón a la fuerza para intentar que superasen algún trauma infantil y dejasen, de una vez por todas, de mearse en la cama. Para Tiogitano era un curro como otro cualquiera, un trabajo mecánico y monótono. Nosotros teníamos ya catorce años y estábamos bien desarrollados, la bruja no nos asustaba [incluso podríamos (y ahora, con el tiempo, pensándolo bien, deberíamos…) haberle metido unas hostias como dios manda] y nos dábamos cuenta de que su tío no era un ser misterioso y maligno, sino un obrero, un operario, una especie de antidisturbio infantil que realizaba su trabajo con celo.Una noche de ésas en que la primavera se nota y se huele y las hormonas de los adolescentes (y de los adultos) están bailando House Music*, el Gitano y yo acudimos, siguiendo un plan que, según él, llevaba semanas trazando, a la caseta de la bruja. En realidad me llevé una gran decepción: el tren de la bruja no existía como tal, era un puto camión, un transformer como el que tenía yo en mi casa. El Gitano le había robado las llaves a su tío y nos metimos dentro del tráiler, en la parte que hacía las veces de túnel (y de parking nocturno para el trenecito). Nos sentamos en uno de los vagones y estuvimos charlando un rato. Fue una sensación mágica, una especie de liturgia que nos convirtió en adultos. O casi, porque aún faltaba el sexo. Pero igualmente, el recuerdo que tengo, es que fue algo mágico. No obstante, cuando me quise dar cuenta tenía a mi lado, sentada, a la bruja en persona. No a Tiogitano, sino a la bruja de verdad, sin máscara ni hostias. Era ella; tan fea como femenina a mis ojos. No me asuste porque no me dio tiempo. Cuando me quise dar cuenta me había cogido por la polla (aunque dada la edad debería denominarla pilila, o algo así) y la friccionaba en una especie de masturbación exotérica que teñía todo de una halo de misterio que me recordaba a los cómics y las pelis de pseudoterror infantil para niños americanos. Enseguida me centré en la parte sexual; ni siquiera llegué a plantearme el hecho de que fuera una bruja fea, sólo me importaba el fin: estaba cerca de perder mi virginidad. Cuando pude darme cuenta de que antes de que me tocaran el pito estaba junto a Gitano, miré a mi derecha. Pero Gitano había desaparecido. Sabía que la bruja no era el Tiogitano por dos razones, a saber: no llevaba máscara de goma; estaba desnuda y tenía dos tetas enormes y bien colocadas. Mi primera reacción consciente (la inconsciente fue la erección, claro) fue la de sobarle las tetas. Las niñas de mi clase tenían aún mandarinas y me apetecía establecer contacto con una mujer de verdad. Después se agachó para una felación. Pero a mí sólo me importaba perder mi virginidad y me retiré a un lado, buscando una posición desde la que embestir. Ella, sin embargo, se puso de pie de forma, digamos, altiva y se quitó la máscara de látex y la peluca. Después las tetas. Era Tiogitano. Años después me enteré de que había un término para describir a este tipo de gentuza.
*Me refiero al miticérrimo y legendario tema “House Music”, de Eddie Amador, que se hizo muy popular por estar compilado en el disco Pacha Ibiza 2002 (o 2001, ya no me acuerdo), anunciado en televisión hasta la saciedad.