Había un sofá en mi viejo piso de Barcelona. Había un sofá, una mesa, unas sillas y un único mueble en el salón-comedor. Así de pequeño era mi viejo piso, que solo fue mío por un instante, cuando escaparon mis abuelos. Allí, en aquel sofá, empecé a compartir mi vida con un perro, y aprendí a transigir todos los tipos de soledad; allí me dormí abrazado por primera vez a Laura tras una declaración de amor que también fue un robo —o lo hubiese sido, si el corazón de alguien pudiera pertenecer a dos personas a la vez—, y allí fui feliz.
Más tarde, la perra devoró el sofá granate que había pertenecido a mi abuela hasta que se la llevó el cáncer, y los cojines salchicha de color rosa que tanto me gustaban. Y nada más ver la escena, caí tumbado entre sus almohadones, algo triste por la muerte prematura de un recuerdo en vida que se desangraba; por la pérdida de otro sitio especial, donde a menudo dormía, y chateaba con ella a través de aquel dinosaurio al que WhatsApp terminaría por degollar sin piedad; y por esto me negué a desprenderme de él, y coloqué una manta que encontré en un altillo a lo largo de todo el flanco que la pastor alemán había cercenado; y seguí soñando, y escribiendo, y dormitando cuando no podía dormir, mientras la espuma interior robaba una caricia a mis pies desnudos al dar vuelta tras vuelta, o al incorporarme de madrugada, somnoliento.
Dana mirando por la terraza del piso de Montbau (verano de 2011).Fue ella quien me convenció de cambiarlo; pero, para ello, tendría que mudarse conmigo. Algo que hizo rápido, y sobre lo que nos mentimos hablando de necesidad. Recuerdo que le rogué que viviera conmigo desde el minuto en que empezó nuestra relación. Porque estoy loco, o no pienso las cosas. Quién sabe. Ella aún cree que fue un error, arrastrado hasta hoy, cuando algún momento del presente moldeó un «nosotros» que hace mucho que ya duerme en el pasado; yo le digo siempre que sí, le miento, y, cuando ya no me ve, sonrío como el idiota feliz que siempre ha conseguido mantenerse cerca de la mujer que amaba.
El segundo sofá era blanco y no conjuntaba con los muebles en caoba y las viejas sillas tapizadas en un cereza oscuro que bailaba entre el ocre y el granate. Su cuerpo era más ancho y rectangular, y conquistaba parte del espacio que antes había reservado a la cama de Dana, la perra que ahora sentía unos celos terribles por tener que compartir su tiempo con una tercera persona, y cuya envidia perruna dejaría una decena de escenas de destrucción masiva por toda la casa.
Sin embargo, la vida del sustituto fue breve y convulsa; tan breve y tan convulsa, como una enorme mancha que un celo más literal dejó en su contorno de marfil; un borrón que resultó imposible de limpiar en su totalidad, pero que fue disimulado con todo el esmero que un hombre enamorado podría conseguir. Aquella fue la marca del diablo, el signo que presagiaba un fin temprano y horrible, y que llegó a los pocos días, cuando unos compañeros de universidad partieron la espina dorsal del sofá blanco y convirtieron su recta figura en una uve de madera quebradiza.
Tras el crimen, Laura se enfadó muchísimo, y envío a la calle a los invitados que todavía deambulaban por el apartamento. Estos se escaparon a perseguir a unos jabalíes que rondaban por el barrio, y, aunque aquí empieza otra historia a la que no tengo intención de dar inicio, acabarían dormidos sobre unos aspersores que esa noche no consiguieron cumplir su verdadero cometido. Un justo castigo, quizá.
Al día siguiente, abandonamos al sustituto junto a la basura, como ya habíamos hecho con el sofá granate que lo precedió, renunciando a ocupar, por tercera vez, ese pequeño gran espacio del salón que nunca más completaríamos. Durante semanas, me sentí incómodo ante la escena; y no fue hasta mucho tiempo después, cuando ya no vivíamos ni tan siquiera en esa misma ciudad, cuando entendí que no era el sofá. Entonces no importó que este hubiera sido aniquilado por la perra y a su suplente le rompieran las vértebras unos borrachos que invitamos a casa por ser, y seguir siendo, nuestros amigos; no importó porque nunca fue el sofá: no era lo que allí hubo, sino lo que anhelaba que hubiese, y lo que restaba después junto a mí; y cuando comprendí que ella seguía ahí, pudimos mudarnos, pero, sobre todo, pude dejar de flagelarme por haberme planteado pagar el alquiler de un trastero en el que guardar un sofá masticado y otro partido por la mitad.
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