Parvulitos era la jungla en mi pueblo, imaginaos la sala donde nos mantenían entretenidos o el patio con árboles y sonidos extraños que provienen de las profundidades, allá, niños y niñas saltaban de rama en rama como monos encocados, a mí me agobiaba tanta actividad, tanto ajetreo, tanto ruido de la selva, los gritos salvajes de mis compañeros, los socorro de las víctimas que caían en las trampas de la naturaleza, saltaban por todas partes y destrozaban todo a su paso mientras yo buscaba paz entre los gusanos que hacía con plastilina, me inventaba que eran de un pueblo de agricultores, gusanos agricultores, pero un tractor maligno venía a por ellos e intentaba aplastarlos, a veces lo conseguían y todos morían, todos menos uno, que se vengaba del tractor asesino, y lograba meter algo en sus ruedas para que derrapara y cayera y no se pudiera poner de pie, había adquirido el sentimiento de venganza a muy temprana edad, sí, no sabía atarme los cordones decentemente pero si sabía lo que era anhelar vengarme, y es que en esa selva de clase de parvulitos, en esa descontrol de niños crueles, había un rey, y ese rey se alimentaba del miedo de los demás chavales de esa habitación, todo el mundo le respetaba, pero eso no le bastaba, su hambre era infinita, comía nuestro miedo, pero el postre, que es lo que más le gusta a un niño (y a todo adulto que se precie) el postre era humillarnos, aunque no hicieras nada, aunque no te interpusieras en su camino, daba igual, se bajaba de su trono y procedía, y más vale que todos los demás le acompañaran en las risas despectivas hacía la persona humillada o tú serás el siguiente, y yo no me reía, yo estaba tranquilo, haciendo feliz a una familia de gusanos de plastilina que aún no conocían el dolor de la perdida ni el sentido de la venganza, solo cultivaban y se alimentaban de lo que criaban junto a la pachamama, juntos en familia, hasta que un día el rey se fija en mí, un pobre campesino que no había hecho daño a nadie, que le respetaba por miedo pero que era incapaz de reírle las gracias, las humillaciones, y oh, que ofensa era esa para el rey, ¿Acaso me creía mejor que él? Eso debía pensar, que me creía superior, que estaba un escalón más evolucionado que él y que eso me hacía sentir importante, pero yo solo era un crío que quería jugar y no hacer daño a nadie, creía en la convivencia educada entre humanos y seres vivos en general, aún creo, mira, eso no lo he perdido, el rey vino hacía a mí y fingía ser mi amigo, simuló que nos llevábamos bien y me llevaba a su terreno, me hacía acompañarle por sus tierras, por sus dominios, yendo de su lado, para sentirme importante, y joder, me sentía importante, iba al lado del rey, ¿Eso en que me convertía? ¿En la mano derecha del rey? ¿Pediría mi consejo cuando se viese devastado? ¿Compartiría conmigo su mejor zumo? ¿Me admirará porque soy el único que le dice lo que piensa y no le lame el culo? ¿Podría convertirle en un rey más piadoso? En todo eso pensaba mientras caminaba a su lado, era grandioso, tengo que admitirlo, de repente no era invisible, los demás se fijaban en mí, ya no era el bicho raro que jugaba con la plastilina y que hacía ruidos raros con la boca simulando carreras o explosiones con los tractores de juguete (que aún no se habían convertido en viles asesinos de gusanos agricultores), ahora era el que caminaba al lado del rey, y eso me hacía importante, incluso la chica más guapa de parvulitos me saludaba, Dunia, era preciosa, su cara angelical y mirada perdida destacaba sobre las caras aun no formadas de las demás niñas, por supuesto, yo no podía acceder a ella para jugar, solo el rey podía, la miraba con disimulo siempre, pero aquella vez la mira con seguridad (Porque, eh, caminaba al lado del rey), y ella me mira y parecía tímida ante mi mirada, eso me hizo sentir más poderoso, aparté la mirada como si no me importara y seguí adelante con mi rey, entonces era mi rey, él me había elegido para pasear por su lado y jugar juntos, compartimos juguetes y risas, y Dunia ya sabía que yo existía, todo era jolgorio y alegría para un chico incapaz de atarse bien los cordones.
Al día siguiente el rey se abalanzó sobre mí antes de entrar en el aula, estaba emocionado, todo el mundo nos vería entrar juntos, ya era importante, no cabía duda, dominaríamos la selva juntos, codo con codo, o eso creía yo, aquel día, justo antes de salir al patio me cogió y me dijo: David, mira, ya verás que risa, mira, cogemos y nos ponemos delante de todas las niñas y a la de tres nos bajamos los pantalones y enseñamos el pito, ya verás que risa, se van a escandalizar y van a gritar, vamos a sembrar el caos, será una risa, te apuntas ¿No?
Y ni me lo pensé, ahora me daría una colleja a mí mismo, pero estaba absorbido por su poder, me tenía dominado, ni me planteé que eso fuera malo, simplemente era algo que iba a hacer con el rey, algo que nos uniría para siempre, el sello de confirmación de nuestra alianza, esto no lo haría con cualquiera, pensaba, y nos pusimos delante de las niñas y contamos hasta tres ¡uno!… ¡dos!… y ¡tres! ¡y pantalones abajo!
Los míos al menos, los del rey se quedaron en su sitio mientras me señalaba con el dedo y reía con la mandíbula desencajada, acompañando las risas de las demás que también señalaban mi diminuto pito aún sin circuncidar, y ahí me quedé, congelado, con los pantalones por las rodillas mientras toda la clase (porque el rey avisó a todo el mundo cuando las carcajadas le dejaban articular palabras) me observaba y reía y señalaba, tuvo que venir nuestra maestra a subirme los pantalones, porque yo estaba congelado ante tal humillación ante tal traición de mi rey, todos mis sueños para hacer este mundo mejor se habían ido al garete, no le dije nada a la maestra, ella pensó que yo simplemente me exhibía, no delaté al rey, estaba petrificado, ni podía hablar, simplemente agaché la cabeza y volví a casa cuando terminó la clase aún escuchando las burlas y risas que dejaba a mi espalda, podía sentir sus dedos que me señalaban apretando mi espalda.
Volver al día siguiente a clase fue un suplicio, intenté hacerme el enfermo, pero entonces no conocía los trucos de poner el termómetro en una lámpara un nanosegundo o ponerme trapos calientes en la frente para simular fiebre, o incluso alguna vez más adelante, por miedo a ir a clase, me metía los dedos para vomitar, pero eso es otra historia, ahora estamos en esta y en esta tenía que volver a clase y someterme a las bromas y comentarios crueles de mis compañeros, aquello era la selva y yo era un animal herido a punto de ser devorado por el más fuerte.
Las humillaciones se siguieron produciendo, me encerraban en cuartos oscuros, metían mis brazos en rejas donde se me quedaba atascado el brazo y ahí me dejaban y su favorita, bajarme los pantalones, esa era su broma favorita, volver a revivir el momento donde empezó todo, y yo no hacía nada, simplemente trazaba mi venganza con gusanos de plastilina.
Y un día, ya volvíamos a casa, Dunia estaba llorando junto al baño, recordé como ella también me señalaba con el dedo y reía, pero me dio igual, la vi llorar y me acerqué, le pregunté que le pasaba, quería ayudar, me dijo que le había cogido un pintalabios a su madre y que se le había caído en el wáter, me asomé y allí estaba flotando aquel pintalabios rojo, Dunia ya tenía prisa por crecer, siempre la tuvo, y por meterse en líos, no vacilé un instante, metí la mano y cogí el pintalabios, lo sequé con servilletas y se lo llevé, lo vi fácil, está ahí, lo cojo y ella deja de llorar, y así fue, dejó de llorar, incluso me dio un abrazo, se echó sobre mí que casi me caigo, y me apretaba fuerte mientras me lloraba pero ya de alegría, podía notar la diferencia en la claridad de sus lágrimas, entonces apareció el rey, preguntando qué había pasado, Dunia me soltó enseguida como si casi la estuviera forzando a abrazarme, dije lo que había hecho con toda la inocencia de pensar que eso me haría ganar un mínimo de respeto, pero fue lo contrario, el rey empezó a gritar a todos lo que había hecho, todos se acercaron y me miraban con asco por haber metido la mano ahí, Dunia también empezó a reírse con los demás, apareció la profesora y se lo contaron, me regañó delante de todos, y yo simplemente agaché la cabeza y dejé que todo pasara, pero nunca dejó de pasar.
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