“Hay defectos en esta vida que, según cómo se mire, pueden ser a la larga virtudes”. No sé dónde leí o escuché esta frase, pero a medida que avanzaba en la lectura del monumental mamotreto que Craig Thompson ha construido con Habibi, me venía una y otra vez a modo de mantra machacón al que intentaba no hacer caso peroy que, tras pasar la última de las casi 700 páginas que conforman el libro, me parece tremendamente adecuada para describirlo.
Hay mucho que hablar y mucho que reflexionar sobre este libro, que difícilmente se puede separar de las anteriores creaciones del autor (tanto Adiós Chunky Rice como Blankets o sus minicómics y Cuaderno de viajes), en tanto plasma la obsesiva personalidad del autor hacia su obra, en la que parece involucrarse de forma total. Así ha sido con Habibi, una novela gráfica que le ha llevado nada más y nada menos que siete años de trabajo al autor, un largo periodo que es fácil de creer ante las casi 700 páginas que resultan de él, abigarradas en lo gráfico y con evidentes pruebas de profundas tareas de documentación. Sin embargo, creo que en la lectura de Habibi es todavía más importante la mimetización profunda que se produce entre obra y autor. Durante esas 700 páginas, no asistimos a la lectura de una obra consiste y sólida, sino a la confección de una compleja y sofisticada vidriera de inquietudes e intereses del autor, apenas sostenidas por una débil excusa argumental. No es difícil ver a lo largo de la obra cómo el autor iba zambulléndose en la cultura islámica y ampliando poco a poco sus intereses, creando nuevas preguntas a las que va buscando respuesta, utilizando a sus dos protagonistas como extensiones propias que le permiten explorar y reflexionar sobre sus dudas. Y aparece aquí el primer problema: es evidente que Thompson buscaba desesperadamente compartir su fascinación por la cultura del Islam, sabía de qué cosas quería hablar, pero no cómo cohesionarlas en un único flujo. La historia de Dodola y Zam, aislada de todo su contexto gráfico, es un culebrón exagerado, que alarga una historia de amor imposible a través de esos excesos melodramáticos que tanto lastran por ejemplo la filmografía almodovariana. Ridículos incluso, si se quiere. Intenta trasladar la fascinación de la leyenda de Scheherezade a un entorno actual, para dar lugar a un escenario extraño de indefinición temporal que más sugiere el anacronismo que la leyenda, generando dos partes diferenciadas en su escenario de fondo (la primera, de fábula, la segunda, realista) que no llegan a cuajar. La ya conocida ingenuidad del autor, que tan bien funcionaba en sus dos obras anteriores, actúa aquí de forma contraria: la historia se resquebraja, no tiene cohesión y resulta pobre.
Un buen carro de defectos. Muchos, demasiados.
Y, sin embargo, la obra funciona. “E la nave va”.
Creo que la razón se encuentra precisamente en esa dispersión y diversificación temática de la que hablaba antes: Habibi es un cúmulo de historias a través de un nexo común que, en la práctica, es olvidable. Si dejamos de lado ese relato vertebrador, cada una de sus ramas adquiere presencia propia y resulta especialmente interesante, mucho más que el conjunto, ayudada por una labor gráfica simplemente espectacular.
Es entonces cuando comienzan a aparecer los temas que de verdad interesaban a Thompson, que creo que se pueden centrar en la fascinación por la palabra, tanto como elemento básico de la iconografía árabe como parte constitutiva del cuento como elemento basal de la imaginación, la sublimación de la sexualidad y un cierto mensaje de denuncia social.
Vayamos por partes:
Sin duda, si en algo destaca Habibi es por su aspecto formal. Thompson explora a lo largo de toda la obra la rica iconografía simbólica islámica, que sin la posibilidad de desarrollarse en la imagen naturalista por imperativo religioso, se vuelca en los elementos geométricos y caligráficos. Durante toda la obra, esa presencia es total, y Thompson vuelca con verdadero acierto el análisis y fijación por el simbolismo alegórico de los elementos de la iconografía islámica, trasladando al lector la belleza de la caligrafía árabe, imbricándola en composiciones gráficas que explotan esa elegancia, logrando el difícil equilibrio de ser tan didácticas como hermosas en su conjunto. Hay un profundo trabajo de investigación detrás de cada página, de minuciosa exploración de las raíces históricas y religiosas de los símbolos, de las letras, de las estructuras geométricas, así como de su significado y uso. Thompson entiende a la perfección la potencia de la composición gráfica de la página como elemento fundamental de la capacidad pedagógica del lenguaje de la historieta, pero se muestra como alumno aventajado de David B. para añadir a esa capacidad la traslación de emociones y sentimientos al lector a través de la metáfora gráfica. Sobre todo, resulta fascinador cómo Thompson consigue combinar la iconografía musulmana con la tradición gráfica ilustrativa occidental. Las formas repetitivas geométricas, la caligrafía omnipresente o la línea recta como elemento axial se unen a la representación naturalista para generar una imaginería propia, reconocible desde las dos perspectivas, pero propia y definida en su particularidad. Imágenes de gran belleza y de un inusitado impacto visual, que Thompson borda a lo largo de toda la obra.
Y es precisamente de esa fascinación por el simbolismo de la palabra como elemento gráfico de donde deriva otro de los defectos reconvertidos en virtudes del libro: el uso del referente a las mil y una noches puede ser inconsistente en su globalidad, pero es tremendamente evocador y sugerente en lo individual. Dodola, la protagonista, toma el lugar de Scheherezade para fabular, para crear bellísimas historias que sirven al autor para explorar tanto el Corán como la mitología oriental, con especial atención a las reescrituras de la tradición cristiana. Y el resultado no puede ser más afortunado: cada una de las historias profundiza en el sentido de la fábula clásica como elemento transmisor de una moral, esbozando como la compleja estructura de la Biblia o el Corán es tan sólo una consecuencia de su función como garante del paso de esas enseñanzas de una generación a otra. Pero, también, lanzando una reflexión muy interesante sobre la relación existente entre la fábula popular y las leyendas (representadas claramente por la figura de Scheherezade) y la génesis de las religiones, tanto monoteístas como politeístas.
El segundo de los aspectos que se desarrolla en Habibi entronca directamente con Blankets: el desarrollo de la sexualidad. Aquella vivencia de los inicios sexuales marcada por los complejos de culpa de origen religioso que conformaba el núcleo fundamental de Blankets, se desarrolla en Habibi y toma forma de tesis fundamental a través de la sublimación de la sexualidad. El sexo como fuente de impureza pero, a su vez, como elemento necesario de la relación de amor. Una difícil dualidad que Thompson resuelve a través de la exaltación de la sexualidad hacia lo espiritual para dejar atrás lo físico y corpóreo, en un planteamiento quizás excesivamente ingenuo. A lo largo de la obra, Thompson repite y remacha esa visión pecaminosa del sexo, tanto desde la represión consciente del deseo (casi representado de forma incestuosa) como de la representación del acto sexual físico como una forma de violación constante, forzada y rechazable (hasta el punto de dar una imagen inicial casi sucia de la maternidad, como una especie de consecuencia del acto sexual representada desde una visceralidad opresiva). Dos ideas que encontrarán en la clásica figura de la cultura oriental del eunuco una forma de canalización en la historia, que le dará excusa a Thompson para desarrollar su visión ascética y elevada del sexo como una especia de nivel máximo de espiritualidad dentro de la relación de pareja. Quizás dentro del entorno de fábula que plantea el autor, pueda perdonarse la candidez de la propuesta, pero dentro del desarrollo de la obra, esta idea llega precisamente en un momento de contraste con una supuesta realidad actual donde puede chirríar todavía más.
De hecho, esa realidad actual supone el tercer mensaje claro que lanza Thompson y, quizás, el que entra con más dificultades dentro de la historia que plantea: si en la primera mitad de la obra todo parece indicar que estamos inmersos en una fábula de las mil y una noches situada en un indeterminado tiempo pasado, la segunda mitad del libro se traslada a un presente de podredumbre y deterioro donde, de nuevo, la sencillez de planteamientos de Thompson le pasa factura: la representación de la destrucción medioambiental o de la avidez de la sociedad neocapitalista están tan plagadas de tópicos que, sin dejar de ser completamente reales (desamparo de la infancia, poblaciones famélicas que viven en vertederos, la completa devastación de la naturaleza reconvertida en vertederos venenosos, la esclavitud del trabajador o las diferencias de clases cada vez más acentuadas son constantes de los telediarios), en su acumulación resultan tan maniqueas como increíbles. Y es que la denuncia de la realidad se debe basar, precisamente, en la realidad: no es necesario acentuarla para hacerla dramática. La comparación con la obra de Joe Sacco, por ejemplo, viene al caso: sus novelas gráficas hacen una representación angustiosa de la terrible situación del Oriente Medio, que en ningún momento necesita acudir a la exageración o a redundar en la dureza de lo que allí ocurre para sobrecoger al lector. Sin embargo, Thompson abusa de la reincidencia continuada en el dramatismo, de amontonar desgracias y horrores hasta un punto en que, decididamente, echa al lector de esa realidad, ayudado por ese difícil equilibrio que intenta mantener entre fábula y actualidad.
Pero pese a los defectos, es indudable que la obra funciona, que la lectura es fluida aún a pesar de todos esos defectos argumentales. Como ya he comentado, esa dispersión de ideas juega a favor del autor en todo momento: posiblemente si hubiera planteado su obra de forma más sólida, los defectos habrían pesado demasiado, pero esa improvisación constante, ese cambio continuado de foco de atención, hace que los defectos se vayan diluyendo, que antes de que frunzamos el ceño por uno de esos episodios que pueden resultar frustrados, estemos ya inmersos en una nueva parte que hace olvidar la anterior, siempre ayudado por una labor gráfica extraordinaria, brillantísima.
En el fondo, Habibi no es la exploración de la cultura árabe, sino el reflejo de la personalidad de un autor, con sus ambiciones, inquietudes, imperfecciones y sus virtudes, con sus luces y oscuridades. Personalmente creo que eso ya es suficiente para darle una oportunidad, pero si no es suficiente, sigue quedando ese fascinante trabajo de exploración de la iconografía árabe. Cualquiera de las dos razones justifica su lectura.
Enlaces:
- Blog de Craig Thompson
- Process Gallery