Hola Internet. Es hermoso poder verbalizar esa palabra: «Hola». Es refrescante y esperanzador, sobre todo en una etapa de mi vida donde se están imponiendo los adioses, los «no, gracias», los «hoy no, mañana tal vez sí». Siento un cosquilleo especial en el estómago, una sacudida inesperada que se mezcla de repente con la angustia y el desasosiego que insisten desde hace semanas en apoderarse de mi cuerpo y, sobre todo, de mi mente. Siempre fui una persona estática, miedosa, cómoda, alérgica a los desafíos y a las metas aparentemente inalcanzables. Las posibles críticas negativas que pudieran surgir ante cualquier esfuerzo personal por salir de la apreciada zona de confort han sido mis mayores monstruos, espeluznantes fantasmas que me han «mantenido a raya» a lo largo de mi vida. Aunque quizá no esté siendo del todo sincera. No. El verdadero cuco, o cucú, o como le digan en el país de donde proviene el amable lector o la amable lectora, es y será siempre LA INDIFERENCIA. El «ninguneo» que le dicen.
El querer tapar los miedos y el autosabotaje llamándolos «procrastinación» ha sido un pecado en el que incurrí cientos de veces, ante los demás y ante mí misma. Un mecanismo de defensa cobarde, para seguir negándome a ver la realidad de quién era y quién soy, de qué se suponía que debía estar haciendo y en qué actividades estaba invirtiendo tiempo y vida en detrimento de mí misma, de eso que (para mí, no para el mundo) estaría siendo la «realización personal».
Hoy, impelida ya no sólo por esa ansia íntima a la que vengo ignorando desde el origen de los tiempos, sino también por la mundana inestabilidad material y el horror de la cuenta bancaria en cuenta regresiva imparable, me encuentro parada al borde de un acantilado desde el que no alcanzo a ver ni corriente de agua ni fondo de piedra. Si retrocedo, una mano se materializará instantáneamente para empujarme, precipitándome violentamente hacia ese tope desconocido y potencialmente fatal, sin que pueda yo tener control alguno sobre la velocidad, la trayectoria y la posición de mi caída. Si me tomo un respiro, cuento hasta diez y me lanzo a los aires, quizá sea capaz de decidir, por primera vez en más de 3 décadas de existencia, cuándo, dónde y cómo aterrizar.
Apaguemos la luz del velador, en unas horas abriremos las ventanas.
Feliz vuelo.

