Revista Cultura y Ocio
No tiene uno entre sus costumbre la de que lo agasajen. Las pocas veces en que sucede ese halago se procura corresponder con gratitud, se expresa ese agradecimiento con el mayor esmero posible en el deseo de que dure poco la celebración y finalice el arrullo al que uno accede sin convicción, sin que se crea merecer también. Sólo después ve el alcance de ese festejo. Es entonces cuando más lo agradece, cuando con más cariño lo recibe. Y toda esa concurrencia de pequeñas felicidades suceden a veces. Sucedió ayer. No sólo fue que un buen puñado de alumnos de Bachillerato mantuvieran la atención y preguntaran sobre la cuestión de leer y la cuestión de escribir y uno se sintiera como pez en el agua, hablando de lo que más le gusta y sintiéndose feliz por esa pequeña epifanía. Todas las cosas pequeñas acaban convirtiéndose en grandes a poco que uno piensa en ellas y descubre que el mundo está a salvo, no se va a perder por mucho que los instagrams y los youtubes el negocio doméstico de sentarse a leer o de coger un hoja en blanco y escribir en ella lo primero que se te ocurra. Así que el día de ayer estuvo colmado de placeres. Lo que no podré olvidar nunca es que un escrito mío (una parte de él) se tatuase en la pared de uno de los patios del centro. Estará ahí, hará que algunos que lo vean a diario se cuestionen las costuras de lo real y los pespuntes de lo fantástico, la realidad y el deseo, contando con las incertidumbres de Cernuda. Es gratitud lo que siento. A Antonio Jesús López, por el afecto y la conversación, a Lola y a Ana, por hacerme sentir como en casa, aunque fuese la primera vez que pisaba ese instituto. Ahora es un poco mío.