A diferencia de las plantas, que tienen raíces, los animales tenemos patas. En especial, los humanos somos bípedos eficientes y bien preparados para la marcha. Desde que el género humano surgió en África hace más de dos millones de años, varias veces nuestros ancestros han sentido el impulso migratorio y han abandondado el solar africano para desparramarse por el ancho mundo.
Las migraciones no tienen nada de nuevo; son lo que llevamos haciendo desde nuestros orígenes. Solo los Estados soberanos, con sus fronteras, aduanas, pasaportes y visados, han impedido el libre movimiento de la gente.
En la medida en que tenga sentido hablar de derechos humanos, sin duda la libertad de movimientos, de tránsito y de migración debería estar al comienzo de la lista.
Cuando las cosas van mal dadas, el derecho a emigrar es más importante que el derecho a votar. Cuando Hitler empezó a exterminar a los judíos de Europa, nada era tan importante para ellos como escapar. La mayoría de los que emigraron lograron sobrevivir; incluso empezaron vidas nuevas, con frecuencia fecundas y exitosas. Los que se quedaron perecieron.
Aunque no tan dramática, también la miseria, la corrupción y la guerras civiles que hacen la vida extremadamente difícil en muchos países subdesarrollados son una poderosa razón para ponerse en movimiento en busca de pastos más verdes y de condiciones socioeconómicas donde uno pueda poner en valor su fuerza de trabajo y su capacidad de iniciativa.
Que un país de emigrantes recientes, como Estados Unidos, no se le ocurra otra respuesta a la llegada de gente nueva con ganas de trabajar que impedirles la entrada mediante una larga, costosa y peligrosa muralla a lo largo de la frontera con México da buena idea del grado de hipocresía, inconsistencia y marrullería que con frecuencia afecta a la política, incluso en países tan avanzados como los Estados Unidos.
La libre circulación y el libre establecimiento de los humanos por toda la superficie terrestre constituye la única solución estable y a largo plazo al llamado problema de la migración.
Pero esto no se consigue simplemente abriendo las fronteras de los países ricos a los inmigrantes pobres, pues si las causas del problema de la miseria no se atajan, la marea de pobreza lo anegaría todo.
La apertura de los países avanzados a la emigración tiene que ir acompañada de la apertura de los países fallidos a la intervención externa, especialmente en cuestiones como la política demográfica. Mientras la población africana continúa explotando como un volcán en erupción, Europa no puede limitarse a abrir sus puertas a la inundación demográfica. Tiene que ayudar a África a controlar su población y a poner su casa en orden, pero a su vez debe permitir la entrada de africanos procedentes de países ya estabilizados.
Una frontera es una anomalía; el único destino de las fronteras soberanas es desaparecer. Por otro lado, lo más racional y lo más natural del mundo es que cada uno vaya hacia donde piensa que tiene mejores expectativas de vivir bien y de alcanzar sus objetivos.
Los sistemas de bienestar social con frecuencia tienen un efecto regresivo sobre la aceptación de los inmigrantes y extranjeros. Como ha señalado Ove Kaj Pedersen, los daneses son especialmente reacios a permitir la inmigración debido a su hipertrófico estado de bienestar. Tienen miedo de tener que pagar a los inmigrantes el alto nivel de protección que se conceden a sí mismos.
Aunque el mundo global en el que estamos (hemos entrado) entrando requiere el libre flujo de las personas, no exige un sistema elaborado de bienestar social para los inmigrantes, que quizá no sería financiable y en cualquier caso representaría un “efecto llamada” completamente artificial e independiente de cualquier plan de vida productiva.
Todos los humanos deberían ser libres de trasladarse a donde quieran, de ofrecer su fuerza de trabajo y de ganarse la vida; pero no deberían esperar ser alimentados por sus nuevos vecinos. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, y los sistemas excesivamente generosos de ayuda a los inmigrantes con frecuencia conducen al rechazo de la inmigración y a la restricción de la libertad de movimiento y establecimiento.
Hoy en día, las élites transnacionales de los negocios, del arte y de los deportes forman ya una especie de diáspora cosmopolita. En efecto, muchos profesionales de éxito van perdiendo su previo apego nacional y se sienten cómodos en el escenario mundial. En 2006, Newsweek describía así la situación de los más acomodados:
Los ricos están en movimiento. Todavía viven bien, desde luego, pero lo hacen en diversos sitios, alrededor del globo. Van de su casa en Hong Kong a su pied-á-terre en Nueva York. Pasan un mes en la Provenza y al regreso asisten a las últimas representaciones teatrales en Londres. Mientras su búsqueda de nuevos mercados y de mano de obra más conveniente los lleva a sitios cada vez más alejados, van tejiendo nuevas redes de interacciones y sus lazos con sus países de origen se vuelven cada vez menos importantes.
Fuente: La cultura de la libertad (Jesús Mosterín)