Hasta aquí no hay nada nuevo, al fin y al cabo llevar la realidad mediática a las vidas familiares es realmente imposible. Pero, ¿qué pasa en los entornos personales? Allí las cosas cambian, en lo que a opinar se refiere. Naturalmente, todos opinamos y todos escuchamos. Hace poco tiempo una persona me dijo que las opiniones personales tenían muy poco valor, porque al fin y al cabo no son más que productos de una percepción individual manifestada en público, sin la magnitud necesaria para convertirse en un valor real para los demás. Probablemente tenga razón, pero por desgracia, hemos llegado hasta aquí, hasta este momento social y económico, justamente azotados por comentarios de esa índole, lo cual nos ha convertido en seres improductivos, temerosos, pasivos e insensibles ante las cosas. Es esa pasividad la que nos lleva a padecer y resignarnos antes los grandes males que golpean a esta sociedad, como son la corrupción, las mentiras y las manipulaciones.
Por otro lado, si dejamos de ser los receptores de las opiniones de otros para convertirnos en emisores, muchas veces, en lugar de elaborar un fundamento razonable, convertimos esa ocasión en una posibilidad para despojarse de toda la rabia contenida y en lugar de opinar nos encrespamos, condenamos, nos convertimos en jueces de todo y de todos. Pero ojo, llegar a eso no es culpa de nadie, sino de uno mismo.
No obstante, las peores son las opiniones insustanciales. Esa manifestación cruel sobre las acciones de otros, una forma irracional de eximirse uno mismo de la responsabilidad de asumir parte de la culpa de lo que ocurre. Es preocupante, según entiendo, nuestra incapacidad para ser objetivos. Veamos, hace poco tiempo, en un encuentro entre escritores, y después de hablar y discutir el momento actual, decidimos enviarnos textos, para luego hablar de ello y opinar sobre los trabajos. Lógicamente, la propuesta parecía interesante, porque podíamos obtener un feedback, algo muy escaso, y por lo tanto sumamente valioso, en el mundo de la creación literaria. Unos pocos enviamos nuestros textos a los demás. Pero lo sorprendente no fue hacerlo, si no la respuesta inmediata que recibimos de uno de los participantes, quien nos envió el siguiente mensaje: “Solo he leído una página de vuestros escritos, la verdad es que no me han interesado nada. Aquí os adjunto el mío…”.
No me negaran que esta respuesta tiene dos interpretaciones: la primera es que los textos que enviamos son realmente malos, en cuyo caso la aportación de este compañero es valiosa, porque no insta a mejorarlos; y la segunda se fundamenta en la irracionalidad, en la voluntad de destruir e imponer las propias ideas porque, de lo contrario, no se entiende que además de criticar, conjeture que miraremos su trabajo como algo de superior calidad a los recibidos. ¿Qué se consigue destruyendo? Quemar el poco campo fértil que queda, donde se podría haber cultivado el trabajo en grupo objetivo y productivo.
Es sumamente cómodo destruir, pero harto complicado construir. Por desgracia, nos resulta más fácil opinar o enterrar algo que ya está creado, escupir sobre el trabajo de otros, en lugar de crear algo nuevo. Por otro lado, espero que no sea el resultado de ver a los opinadoresmanifestarse sin miramientos a la hora de acusar a los demás, cada vez medimos menos las consecuencias de las palabras, parece que hemos entrado en un escenario donde hay que decirlo todo, cueste lo que cueste. Pero, ¿la convivencia se basa en decirlo todo o en saber el momento y el cómo decirlo?
imagen: morguefile.com
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