Por tanto, hay que invertir los términos: la acción o trama no es la sustancia de la novela, sino, al contrario, su armazón exterior, su mero soporte mecánico. La esencia de lo novelesco -adviértase que me refiero tan sólo a la novela moderna- no está en lo que pasa, sino precisamente en lo que no es «pasar algo», en el puro vivir, en el ser y el estar de los personajes, sobre todo en su conjunto o ambiente. Una prueba indirecta de ello puede encontrarse en el hecho de que no solemos recordar de las mejores novelas los sucesos, las peripecias por que han pasado sus figuras, sino sólo a éstas, y citarnos el título de ciertos libros equivale a nombrarnos una ciudad donde hemos vivido algún tiempo; al punto rememoramos un clima, un olor peculiar de la urbe, un tono general de las gentes y un ritmo típico de existencia. Sólo después, si es caso, acude a nuestra memoria alguna escena particular.
Es, pues, un error que el novelista se afane mayormente por hallar una «acción». Cualquiera nos sirve. Para mí ha sido siempre un ejemplo clásico de la independencia en que el placer novelesco se halla de la trama, una obra que Stendhal dejó apenas mediada y se ha publicado con títulos diversos: Luciano Leuwen, El cazador verde, etc. La porción existente alcanza una abundante copia de páginas. Sin embargo, allí no pasa nada. Un joven oficial llega a una capital de departamento y se enamora de una dama que pertenece al señorío provinciano. Asistimos únicamente a la minuciosa germinación del delectable sentimiento en uno y otro ser; nada más. Cuando la acción va a enredarse, lo escrito termina, pero quedamos con la impresión de que hubiéramos podido seguir indefinidamente leyendo páginas y páginas en que se nos hablase de aquel rincón francés, de aquella dama legitimista, de aquel joven militar con uniforme de color amaranto.
¿Y para qué hace falta más que esto? Y, sobre todo, téngase la bondad de reflexionar un poco sobre qué podía ser lo «otro» que no es esto, esas «cosas interesantes», esas peripecias maravillosas… En el orden de la novela, eso no existe (no hablamos ahora del folletín o del cuento de aventuras científicas al modo de Poe, Wells, etc.). La vida es precisamente cuotidiana. No es más allá de ella, en lo extraordinario, donde la novela rinde su gracia específica, sino más acá, en la maravilla de la hora simple y sin leyenda. No se puede pretender interesarnos en el sentido novelesco mediante una ampliación de nuestro horizonte cuotidiano, presentándonos aventuras insólitas. Es preciso operar al revés, angostando todavía más el horizonte del lector. Me explicaré.
Si por horizonte entendemos el círculo de seres y acontecimientos que integran el mundo de cada cual, podríamos cometer el error de imaginar que hay ciertos horizontes tan amplios, tan variados, tan heteroclíticos, que son verdaderamente interesantes, al paso que otros son tan reducidos y monótonos que no cabe interesarse en ellos. Se trata de una ilusión. La señorita de comptoir supone que el mundo de la duquesa es más dramático que el suyo, pero de hecho acaece que la duquesa se aburre en su orbe luminoso lo mismo que la romántica contable en su pobre y oscuro ámbito. Ser duquesa es una forma de lo cuotidiano como otra cualquiera.
La verdad es, pues, lo contrario de esa imaginación. No hay ningún horizonte que por sí mismo, por su contenido peculiar sea especialmente interesante, sino que todo horizonte, sea el que fuere, ancho o estrecho, iluminado o tenebroso, vario o uniforme, puede suscitar su interés. Basta para ello con que nos adaptemos vitalmente a él. La vitalidad es tan generosa que acaba por encontrar en el más sórdido desierto pretextos para enardecerse y vibrar. Viviendo en la gran ciudad no comprendemos cómo puede alentarse en el villorrio. Pero si el azar nos sumerge en él, al cabo de poco tiempo nos sorprendemos apasionados por las pequeñas intrigas del lugar. Acaece como con la belleza femenina a los que van a Fernando Poo; al llegar sienten asco hacia las mujeres indígenas, pero no pasa mucho tiempo sin que la repulsión se domestique y acaben por parecer las hembras bubis princesas de Westfalia.
Esto es, a mi juicio, de máxima importancia para la novela. La táctica del autor ha de consistir en aislar al lector de su horizonte real y aprisionarlo en un pequeño horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interior de la novela. En una palabra, tiene que apueblarlo, lograr que se interese por aquella gente que le presenta, la cual, aun cuando fuese la más admirable, no podría colidir con los seres de carne y hueso que rodean al lector y solicitan constantemente su interés. Hacer de cada lector un «provinciano» transitorio es, en mi entender, el gran secreto del novelista. Por eso decía antes que en vez de querer agrandar su horizonte – ¿qué horizonte o mundo de novela puede ser más vasto y rico que el más modesto de los efectivos? – ha de tender a contraerlo, a confinarlo. Así y sólo así se interesará por lo que dentro de la novela pase.
Ningún horizonte, repito, es interesante por su materia. Cualquiera lo es por su forma, por su forma de horizonte, esto es, de cosmos o mundo completo. El microcosmo y el macrocosmo son igualmente cosmos; sólo se diferencian en el tamaño del radio; mas para el que vive dentro de cada uno, tiene siempre el mismo tamaño absoluto. Recuérdese la hipótesis de Poincaré, que sirvió de incitación a Einstein: «Si nuestro mundo se contrajese y menguase, todo en él nos parecería conservar las mismas dimensiones.»
La relatividad entre horizonte e interés -que todo horizonte tiene su interés- es la ley vital que en el orden estético hace posible la novela.
José Ortega y Gasset
Ideas sobre la novela, 1925
Revista de Occidente en Alianza Editorial
Foto: José Ortega y Gasset, por Herbert List, Madrid, 1952