Revista Opinión
Hace un par de veranos tuve un desagradable incidente con la Policía Local de Motril. Salía de cenar de casa de unos amigos y me dirigía en mi mazdilla a la mía, distante unos doscientos metros, en la misma urbanización –no es que sea muy perro, es que me encargaron llevar las cervezas- cuando me dio el alto un coche patrulla, del que bajaron dos municipales.
Uno de ellos me pidió la documentación, mientras el otro me informaba de algo en lo que yo, hasta entonces, no había reparado: que iba conduciendo y hablando por el móvil.
Ante mi sorpresa, que manifesté de manera correctísima, la educada respuesta del señor agente –no saldrá de mi boca la expresión “chulo de gimnasio uniformado”- fue, tal cual, “entonces lo habremos soñado”.
Le animé a que no descartara esa posibilidad y le ofrecí al policía una prueba sencilla e irrefutable: comprobar en mi móvil la última llamada, a lo que el probo representante de la autoridad respondió con un desarmante “yo no tengo que comprobar nada, caballero”.
Cuando alguien me llama caballero, así, con tonito, me recorre la espina dorsal un latigazo metálico; si lo hace manolo guardia urbano directamente me toca la polla.
Como quiera que intenté defenderme con argumentos más que razonables la reacción de la patrulla fue llamar a otros compañeros para que me hicieran un control de alcoholemia, que dio resultado negativo.
Mientras tanto, por la radio les llegó un aviso de una reyerta con armas de fuego en un barrio peligroso de Motril, pero estos valientes agentes del orden desecharon la idea de acudir a jugarse la vida en una bronca de gitanos.
Mejor utilizar la pistola reglamentaria para atracar a mano armada a un vecino de Playa Granada.
Al final me denunciaron por ir hablando por el móvil, a pesar de que insistí hasta el infinito en que comprobaran la hora de la última llamada.
Me vino a la cabeza aquella mítica portada de Ramón en Hermano Lobo, en la que un juez al que no se ve (sólo se le “escucha”) le pregunta al reo en la sala de vistas: ”¿Conoce el acusado sus derechos?” “Sí, señor”, responde el hombrecillo. “Pues olvídelos”.
La Policía Local goza de presunción de veracidad, lo que traducido significa que la palabra de los dos golfos apandadores (que, seguramente habrían recibido instrucciones políticas de contribuir a equilibrar las maltrechas cuentas municipales a costa de los de siempre) tenía más valor que la de este vecino de la localidad al que acababan de asaltar.
Recuerdo que hice algún comentario sobre la policía mexicana, por tocar los cojones. Por la mirada que me dirigieron entendí que no sólo me iba a caer multita y bronquita, sino que además me estaba jugando una hostia.
Y entonces me dieron ganas de abrir el maletero, tirar de la anilla de una lata de cerveza y echar un trago largo. Subirme después al coche y, aprovechando el momento en que el local metiera los cuernos por la ventanilla para excretar alguna pendejada chulesca, arrancar, soltar freno de mano y salir quemando goma, perseguido por todo Motril por cincuenta lecheras con las sirenas a todo trapo, como en la escena final de los blues brothers.
Vamos, lo que es hacer un aguirre, año y medio antes de que se inventara.