Revista Opinión

Hacerse mayor

Publicado el 03 mayo 2023 por Manuelsegura @manuelsegura

Dar de baja una línea telefónica con cuyo número has crecido durante casi toda tu vida no es solo un mero trámite administrativo. Al menos, no lo ha supuesto para mí. Cuando el otro día mi hermano menor me comunicó que había procedido a desactivar este servicio en nuestra casa familiar, recordé lo que aquel teléfono ha significado a lo largo de todos estos años.

Antes de que las centrales telefónicas pasaran a automatizarse, a mi padre le asignaron en Alguazas el número 62 como abonado a la compañía. Coincidía con mi año de nacimiento como primogénito suyo. La casualidad quiso también que una vez que los números se alargaron, los de mi pueblo comenzasen por la misma cifra, con lo que el nuestro se asemejaba al de un servicio esencial, como los bomberos o la policía. Es decir, que empezaba y terminaba igual, casi capicúa. 

Con anterioridad a que todo eso ocurriera y siendo yo apenas un niño, recuerdo algo rayano con la magia. Descolgaba el auricular, golpeaba dos veces su interruptor y, al otro lado de la línea, aparecía el telefonista al que me bastaba con decirle: “Perico, ¿podrías ponerme con mi padre, por favor?”. Y como por arte de prestidigitación, aquel hombre, Pedro Alfonso Bermúdez, trabajador de la Telefónica, campanero y bendito de Dios, sabía quién era yo, quién era mi padre y, sorprendentemente, intuir dónde podía encontrarse a esa hora del día -generalmente en su pluriempleo, el Ayuntamiento o la Hermandad de Labradores, o fuera de su horario laboral, quizá en un bar o en el casino-.

A través de aquella línea telefónica que ya ha dejado de sonar, me comuniqué con mis primeros amigos del colegio y con las chicas a las que entonces uno podía interesar, ya en el instituto. Por ella dicté a un mecanógrafo mis iniciáticas crónicas de fútbol regional, en la noche de los domingos, como corresponsal para la redacción de la Hoja del Lunes. Llamé para dar señales de vida a mis padres la primera vez que volé a París, a mis escasos 18 años. También lo hice, habitualmente a cobro revertido, mientras cumplí el servicio militar en Tarragona, escuchando al otro lado los preceptivos consejos de mi madre, quien me solía recomendar que comiera bien y que me aseara, como si se pudieran percibir los olores por el auricular, al estilo de Heinrich Böll en su ‘Opiniones de un payaso’.

Por ella comuniqué emocionado a mis padres que el nacimiento de mis hijos estaba próximo. O que había llegado a casa sano y salvo, para su tranquilidad, tras un viaje en coche, de cientos de kilómetros, cruzando media España, en mis diversos destinos profesionales, con la familia que intentamos construir.

La línea telefónica que ahora causa baja lo ha hecho por desuso. Mi madre, en su precario estado de salud, ya no atiende llamadas como antaño ni telefonea a sus familiares y amistades para saber de ellas. Ha pertenecido a aquella generación a la que le costó entender cómo pasamos de pronto de pedir conferencias con Madrid, cuya demora te podía llevar horas, a marcar los números en el disco, que alguien descolgara al otro lado y que escucharas con nitidez su voz de forma instantánea. Tampoco quiso entender nunca que las llamadas ahora ya no se facturen por su duración o distancia y por eso, cuando aún su mente era solo suya, solía relatarnos que la había llamado fulanita para contarle tal cosa y que las dos habían estado cascando más de una hora, para exclamar al final: “¡Dios sabe lo que le habrá costado la conferencia!”.

Todo crepúsculo suele dar señales previas antes de desembocar en el ocaso. Lo de la línea telefónica en mi casa familiar es solo un síntoma más de que llegará un día en el que todo acabe. En el que el recuerdo de todas aquellas vivencias, aquellos despertares, aquellas comidas entre abuelos, hijos y nietos, sean tan solo eso: pura reminiscencia. Una vez leí una certera reflexión personal de Ignacio Camacho en su columna de ABC; incluso la llegué a comentar con él a través de las redes sociales. Fue cuando murió su madre. El periodista sevillano escribió algo así como que uno no se hace mayor cuando encuentra su primer trabajo y se va de casa; ni siquiera cuando halla a su pareja y tienen hijos. Camacho concluyó que uno descubre que se ha hecho mayor cuando cierra con llave, por última vez, la puerta de la vivienda en la que en su infancia y juventud habitó feliz, con sus padres y hermanos, después de enterrar al último de sus progenitores. Entonces es cuando de verdad te percatas de que la vida iba en serio, como en los versos admirables de Gil de Biedma.

[‘La Verdad’ de Murcia 3-5-2023]


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