Revista Cultura y Ocio

Hacia los treinta y… más

Publicado el 10 marzo 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Ya os lo dije. 31. Esa edad donde mucha gente continúa diciéndote que ahora llega lo bueno (seguro que sí) y otros tantos te miran pensando en que cada vez te vas más lejos: ¡vosotros también envejecéis, desgraciados!

De cualquier modo, confieso que no es un tema que me preocupe. Mi madre dice que espere otros treinta años, que cuando la alcance, quizá cambio de opinión, pero también me ha enseñado lo importante que es vivir el presente. Así que siempre me ha parecido un poco estúpido preocuparse por el mañana. Llegue cuando llegue, si es que alguna vez lo hace en realidad.

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Laura y yo con Harley en Erick, Oklahoma.

Antes de ayer, Laura vio en Facebook una foto con Harley, el rey de los rednecks, y me taladró la cabeza durante medio día sobre vender lo que hay de valor por aquí (poco) y volver a recorrer la 66, pero bien, con un coche de esos que cuestan cuatro duros y parece que vayan a explotar en cualquier momento, o a dos ruedas. Pero Laura también quiere viajar a Japón, y visitar media Asia, y volver a Londres, y a Frankfurt, y vete tú a saber dónde. Le enseñé unas notas viejas con historias que inventé en nuestro viaje por Norteamérica, prometí, y conseguí cambiar de tema. Lo que le ocurre a Laura con los viajes, yo lo vivo entre las letras, y esa es mi mejor defensa.

Después, seguí el consejo que me había dado mi madre ese mismo día por teléfono, y trabajé poco; trabajé solo en lo que quise trabajar —en un artículo para este blog y un par de proyectos de los que aún no puedo hablar demasiado—. Hoy por hoy, estoy escribiendo dos libros muy distintos entre sí: una guía que también es novela, y un larguísimo ensayo que aspira a ser algo más.

Durante buena parte del día, jugueteé con esa ácida ambivalencia: los treinta los hice entre Harlem y el Bronx, en los escenarios domesticados de aquellas películas míticas de Paul Newman o Robert de Niro, como Fort Apache: The Bronx o A Bronx Tale. Días después me movería hacia Chicago, y de ahí, a decenas y decenas de pueblos, y unas pocas grandes ciudades dentro y fuera del camino. Durante un mes, fuimos nómadas.

Trescientos sesenta y cinco días más tarde, al despertar, lo hice en un bosque. Un bosque cualquiera donde alguien plantó una casa donde ahora vivimos, entre perros, y gatos, y pájaros, y plantas, y bichos…  Pensando en ello, leí un rato al sol, y me largué a entrenar a Barcelona. Esa tarde nos reunimos ciento y la madre en el dojo, y me dieron una de esas sorpresas —que ya es más tradición que sorpresa— de las que amenazan con acabar contigo.

Terminé visitando a la familia y revisando juntos algunas fotos de nuestro primer gran viaje, saboreando la idea de poder volver a salir disparados hacia algún otro lugar. Y recibí un regaló muy especial, que formará parte de la mitad de mi nuevo proyecto de vida: Conectadogs, algo difícil de explicar, que complementará los días de escritura que, hasta el Nobel, todavía no llegan para pagar por sí solos el alquiler. Pero sobre estas cosas hay mucho que hablar, por lo que mejor la próxima semana, cuando despegue.

Volví a casa. Al bosque. ¿Cómo ibas a comparar? ¿Barcelona? ¿Nueva York? ¡Sinatra no tenía ni puta idea de cómo vivir! Así que, una vez resuelto el dilema, me fui a dormir agotado.

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