Algunos días no sé qué escribir. No se me ocurre nada, no tengo ganas de nada y no me importa nada. Me siento demasiado “yo” para hacer cualquier cosa. Y os aseguro que, en estos días, no es nada fácil sentirse demasiado “yo”. Recuerdo, no hace ni un año, que me miraba en el espejo y me decía a mí mismo cosas como “¡vamos que tú puedes!” o “¡bien hecho, coño!”. Ahora me miro al espejo y no me digo nada de eso. Veo mi cara envuelta en una expresión de tristeza y aburrimiento, casi de rendición. Si no me rindo es porque no puedo. Así de simple.
Lo más cómodo sería dejarme llevar, no pensar en nada y sucumbir ante lo que me está pasando, sin luchar ni oponer resistencia, simplemente aceptando la vida como viene y asumiendo el papel que me ha tocado desempeñar. Eso sería lo más cómodo pero, por suerte o por desgracia, siempre fui demasiado tozudo como para quedarme de brazos cruzados así que, lo quiera o no, no sirvo para resignarme y sí para dar guerra.
Pero, repito, no es porque quiera sino porque no tengo más remedio. Soy así, ni más ni menos. No creo que se deba valorar mi valentía o mi fortaleza de la misma forma que no se debería afear la cobardía o la debilidad en el caso de alguien que asuma su papel en sentido contrario, su rol de enfermo que se deja llevar y no lucha ni planta cara al problema. Cada uno es como es y a la hora de la verdad no puedes evitar serlo. Precisamente alguien que no sea fuerte no le vas a pedir fortaleza cuando le diagnostican un cáncer, porque esa noticia deja sin energía a cualquiera. En las situaciones límite es cuando más aflora la verdadera personalidad y las auténticas debilidades de cada uno.
Que yo sea fuerte y valiente ha sido pura cuestión de suerte, no de voluntad. No tiene mérito serlo. Yo lo sé bien porque me sigo mirando al espejo cada día y no me siento especialmente orgulloso de cómo estoy sobrellevando mi enfermedad. Simplemente hago lo que tengo que hacer y no tengo más remedio que hacerlo así. ¿Que por qué? porque no sabría hacerlo de otra forma.
Así de simple.