La inseguridad de la seguridad en Haití es tan superflua y tan mal acompasada como lo es gramaticalmente el inicio de este artículo, ergo corresponde a la desorientación y a la perplejidad que conduce el caos, el estupor y el horror en un país roto que lejos de languidecer desaparece sumido en una hecatombe social, en donde el sálvese quien pueda y abrirse paso a machete para defenderse de un asalto, una violación o secuestro cada vez más frecuente, se ha convertido en una práctica muy habitual en ese país caribeño, obligado reducto de un penal abierto por el que se entra y se sale hacía ninguna parte, padeciendo carencias, hambre y las tempestades politizadas de una anarquía cruel y despiadada, mantenida y dirigida por un poder encubierto en la sombra que mueven los hilos a su antojo, que apostó a sabiendas que perdía en el juego de la estrategia para ganar tiempo y seguir aprovechándose de las ayudas nunca suficientes después del terrible terremoto acaecido en 2010, concediendo permiso al visible denominado presidente Jovenel Moïse, otrora legitimado y no sin muchas dudas en unas urnas casi vacías, que le dieron la victoria a un hombre joven y hoy envejecido prematuro a sus 52 años desde 2017, año que consiguió su ascenso no aceptado por una amalgama indefinida de siglas y sin ideología caracterizada por un programa socio-económico.
Jovenel Moïse pertenece al partido haitiano Tét Kale y dicen las supuestas viperinas lenguas, algunas vivas por la envidia y muchas cortadas que lo describen como pueden, que ya hizo caja con solo sentarse en la poltrona y haberse juramentado como converso a la manipulación para alzarse con un protagonismo inmerecido, asumiendo la responsabilidad de un país que no ha conocido en su historia ninguna oportunidad para considerarlo un remanso de paz y cordura en sus 27.750 km2 y cerca de 12 millones de habitantes, sin contar los indocumentados y sin cédulas de identidad que han sucumbido a la llamada de una diáspora hacía donde existía la posibilidad de trabajar y no ser deportado desde la lejanía, es decir la República Dominicana.
Ahora en la actualidad se dan diversas circunstancias por todos los implicados conocidos, la aparición del coronavirus en la esfera mundial, lo que impide una prestación garantizada de servicios, especialmente destinados a la construcción en el país vecino, el demacrado marco que deja a la miseria en uno de los escalones más bajos de lo admisible que impide subir un peldaño de progreso, el dominio de los barrios por las prolíficas bandas sedientas de sangre y violencia, una policía que hace sus negocios al margen de una Ley ausente, que ni siquiera se atreve a plantearla como un apósito al mal que se padece, el hambre como invitado inseparable de las familias que la padecen, y la desesperación por falta de educación para evitar embarazos no deseados que terminan en abortos en muchos casos poniendo en peligro a las madres de cualquier edad por muy crías que fuesen.
La suerte está echada, la esclavitud sigue presente en un Haití que no sale de su propio genocidio, y los nuevos comicios electorales se debaten entre las manifestaciones, los incendios y las desapariciones de algunos líderes que dejaron de tener gula al pasarse al bando contrario, sin religión ni castigo, sin pena por el desconocimiento de lo que es una alegría y que en su tradición creole seria como decir se derrama mucha agua de unos ojos secos que ya no pueden ver nada, solo el escalofriante panorama de un infierno sin más demonios que unos desalmados que les van arrebatando el orgullo, a la vez que les trocean al filo de lo que parecía imposible, poco a poco el alma, dejándoles sin sentido y sin sentimientos, que es lo más doloroso cuando se ha perdido todo.