Mientras un buen número de colombianos engañados y olvidados por su propio gobierno, viven una situación de encierro y tortura en una especie asquerosa de campo de concentración en un Haití, sin duda la antesala del infierno, acusados de haber dado supuesta muerte al presidente Jovenel Moïse, todas las investigaciones hasta la fecha son puro teatro. A nadie de los allí presentes en ese trozo de tierra caribeña, ocupados en mantener sus privilegios como jefes de tribu con el emblema de la pantera sagrada impresa en sus escudos de acero, mientras que en República Dominicana les llamarían tigres de cuidado, siguen habiendo escaramuzas de violencia extrema que ya no recoge la prensa local por tratarse de algo habitual, al que hay que darle una importancia relativa, pues lo que se requiere es permanecer en silencio para evitar de repente el accidente de un machetazo en la cabeza.
De Haití se sale a cualquier otro lugar, de donde son deportados sin más miramientos que un viaje de vuelta en avión, en el caso que sean los gringos quienes asuman el gasto de repatriación de emigrantes ilegales que lo son, han sido y lo serán siempre, toda vez que se unen a una vuelta sin destino a grupos de procedencia diversa del continente americano, en donde pesa el vacío de no tener absolutamente nada y muy poco que perder, cargando una responsabilidad cada vez más grande y esa falta de energía e ilusión cuando la familia desfallece por el hambre.
Al pueblo haitiano se le trata mal, razón por la que el rencor aparece y el orgullo del esclavo que persigue su libertad en ocasiones aparece irascible, siempre para intentar romper las cadenas que le unen a la miseria. Y todo hay que decirlo, los que viven o han tenido la suerte de hacerlo con cierta holgura y comodidad en el país vecino, miran a otro lado del problema, creándose una sensación de impotencia entre quienes desde el otro lado del celular en cualquier refugio que encuentren ocasionalmente, piden auxilio y no se les atiende como antes, llegando a que nadie les conteste por mucho que suene la llamada.
La solución de Haití la tiene el pueblo, pero desarmado y sin un revolucionario con carisma que les guie, difícil será que consigan sanear una situación insostenible, haciéndose patente que la comunidad internacional y por esa serie de contratos anónimos de explotación ininterrumpida de una riqueza oculta, se haga miope ante tanta barbarie y tan andrajosa memoria, para no dar un golpe en la puerta y eliminar a las ratas humanas que impiden que se abra por las buenas, aunque lo harían por las malas cuando empiecen a sonar las campanas llamando a arrebato, aprovechando la espesa niebla de confianza que tienen esos energúmenos que vigilan unos tesoros ajenos que no necesitarían de ninguna limosna, si la administración de los mismos pasasen por un control popular, en donde al corrupto le esperase la guillotina.
Y como los daños colaterales pueden ser un incordio y no están lejos de así sucederles a los vecinos más próximos, a lo mejor todo este embrollo de sugerencias y propuestas malsonantes de este impío autor, pueden servirles a unos salvadores con potencia de fuego "pacífico" para ayudar a un estado inexistente y en crisis permanente, tomando decisiones importantes que probablemente no serían mal acogidas por una humanidad espectante, que ve a los haitianos como aquellos gitanos de una Europa que los rechazaba sin titubeos, hasta que la inversión en cultura y la educación les convirtió en personas de profesión, provecho y con mucha honra de serlo, integrándose en una sociedad en la que tienen cabida todos.