El otro día, donando, la doña de la sangre me dijo dos cosas: que era B negativo y que cómo era posible que, tras tantos años en Barcelona, no fuera ya culé. Tuve que contestarle. Le dije que se equivocaba, que mi sangre es A positivo. Bueno, y que era más probable que me cambiara espontáneamente el grupo sanguíneo a que yo, algún postrero día, me pintara de blaugrana. No mentí.
Y es que yo soy merengue por un susto. Un día, hace mucho, siendo yo tierno infante, un tío mío me preguntó que de qué equipo era. Yo debí balbucear cualquier cosa: equipodequé, futqué, locuálo. Dio igual. Su respuesta estaba tan clara como entrenada: O eres del Real Madrid o no vuelves a entrar en casa de tu abuela. Y claro, ¿qué podía yo hacer? Era la casa de mi abuela, la de la sopa, las garbanzas, el bingo y la perica. La que me daba las pesetas para luego ganármelas a las cartas. ¡La cama donde dormía cuando mis padres se iban de fiesta! ¡Mi abuela, coño! Llámenme tonto, pero llámenme también sensato, sean justos. Ahí y así empezó mi historial blanco. Más largo que traumático, todo sea dicho.
Pero así también, justo ahí, sospecho que empezaron a quitárseme las ganas de hacerle caso a los sustos. De hacerle caso a los grupos. De hacerle caso a las identidades, así, en plural. A ver si me explico.
El fútbol es una estupidez. Una estupidez divertida, pero una estupidez. Señores en ropa interior corriendo detrás de una pelotita (una sola para todos, cuando tendrían dinero para comprarse una cada uno). Con reglas estúpidas y épica impostada. Mero entretenimiento (desconfío de aquellos que hablan de pasión, de estilo de vida, de Més que un club). Es un juego. Es normal que entre tanta banalidad quepan el sectarismo, los piques, la subjetividad como norma, la sinrazón, la terquedad, la justificación absurda y el fuera de juego. Pero ya está. Noventa minutos. Una o dos veces por semana, pero hora y media. Y ya.
No me vengan con más. No me agreguen ni me excluyan. No me den por sentado, no tengan nada claro. Por favor. No me supongan hermanamientos, ni fobias ni emociones. No dibujen una línea a mi alrededor con un NOSOTROS en letras grandes. No me obliguen a señalar a los de fuera del círculo. No me abracen sólo cuando toca o donde toca. No me pidan que entienda solo con un DNI. Y si algún día me pronuncio y me adhiero, no asuman intención vitalicia por mi parte. Cambiaré. O no.
Porque me basta y me sobra con una bandera (blanca y limpia que no empaña). Impuesta, sí, pero con truco, sin sustancia. La vida es más seria, mucho más importante. No necesita, le molestan, banderas, fronteras e himnos. Himnos, para el fútbol. Y nada más.
Dramatización del momento (www.realmadrid.com)
P.S.: a mi abuela le salió algún nieto culé. Y siguieron entrando en su casa. Pero esa es otra historia. O es precisamente la historia.