¡Hala Mirandés!

Cinco mil ochocientos cincuenta y ocho espectadores, estadio lleno, ese es el Mirandés, un equipo de tercera división, bueno, ahora segunda B, por eso del carácter peyorativo que podría acarrear el término anterior. El Español juega en un estadio enorme, tiene un presupuesto de muchos millones de euros y cae ante jugadores que cerraron por la mañana la puerta de su oficina, antes de eliminar a un clásico equipo de primera que juega la liga de las estrellas. Uno, que no entiende de fútbol, acierta con dificultad a comprender la imprevisibilidad y la sorpresa, sustancialmente diferentes de las sucedidas en otros deportes. Resulta poco probable que el atletismo arroje resultados distintos a los previstos, pues todo el mundo es conocer de las marcas individuales de cada participante, que reproducen con fidelidad en la competición; otro tanto sucede con la fórmula uno, o con la vela. Estos atletas son, muchas veces, aficionados –salvo los pilotos de carreras- y apenas perciben retribuciones por sus triunfos; situación harto diferente de la que atraviesan los futbolistas, verdaderos privilegiados que cobran incluso cuando pierden vergonzosamente. Hay ciudadanos dispuestos a pagar veinticinco mil de las antiguas pesetas por ver durante hora y media a veintidós señores corriendo detrás de una pelota y cobrando por ello lo que muchos de los espectadores no ganan en una vida. Un país con casi cinco millones de parados no debería permitirse el lujo de gastar noventa millones de euros en fichar a un astro portugués mediático ni a un entrenador popular por sus salidas de tono. La culpa es nuestra, de la ciudadanía que rubrica, con su consumo de televisión, las cifras astronómicas que se mueven en el deporte rey. El Mirandés hizo historia con jugadores medio aficionados y más que poner en ridículo a un equipo de primera división, demostró lo inútil de fichajes millonarios y de superclases del balompié. Ojalá gane la copa.