Y toca hablar ahora de Halka, de Stanislaw Moniuszko (1819-1872), esa maravilla de creación lírica decimonónica que es considerada la ópera nacional polaca por antonomasia, que como es lógico se pone sobre todo en escena en su país y posee unas pocas grabaciones, la mayoría de ellas de representaciones en directo. La obra, escrita en el idioma de la tierra, como no podía ser de otra forma en un siglo, el XIX, repleto de reivindicaciones y anhelos nacionalistas, posee un libreto de Wlodzimierz Wolski y está basada en un cuento de Kazimierz Wójcicki, viendo la luz en el Wielki de Varsovia el primero de año de 1858, un año antes que el Fausto de Gounod, autor al que interpela en tantas ocasiones el mélos de Halka.
La historia se centra en el sufriente personaje de la sincera aldeana Halka, abandonada por su cruel amado Janusz en favor de Zofia, con la que se está comprometiendo nada más comenzar la ópera, un desprecio amoroso que pese al continuo apoyo de su enamorado Jontek y sus intentos por que olvide a su antiguo amor, conducirá a la tragedia de la protagonista. Una trama que, salvando las muchas distancias que nos separan de las deidades acuáticas, nos rememora a otras óperas eslavas como puede ser Rusalka, leyenda mitológica que el checo Dvorak llevaría a la escena operística nada más comenzar el siglo XX. O por citar otro ejemplo de suicidas entregadas por amor: Lakmé, la sacerdotisa hindú que a su vez convirtió en ópera el francés Léo Delibes en 1883.
Como la ópera de Haydn, también era la primera ocasión que tuve de escuchar esta obra en directo, una partitura que no tiene desperdicio de principio a fin ya desde la obertura, de ecos mendelssohnianos, que con el inicial acorde ondulante hacia abajo y hacia arriba encomendado a la flauta se convierte en el motivo recurrente de esta página, atravesada de enérgicos tuttis de la orquesta heredados de la herencia italiana de Bellini y Donizetti y tamizados por el estilo de la ópera francesa, cuyo exquisito gusto se percibe sobre todo en la instrumentación.
El lenguaje vocal empleado por Moniuszko sigue en todo momento la cantabilità italiana, y la influencia verdiana es bastante omnipresente, pero en toda la sustancia musical se perciben singularidades dentro de lo que es la ópera eslava, siguiendo de cerca el modelo de la ópera rusa del momento, con Mijaíl Glinka a la cabeza. Todas las lenguas eslavas comparten una raíz común en cuanto a la declamación, y el recitado que aquí desarrolla Moniuszko no está nada alejado de lo que los rusos estaban haciendo en el género ópera a mediados del XIX, y anticipa lo que Chaikovski dirá tan sólo unos pocos años después en sus respectivas óperas, con Eugen Oneguin como paradigma de todas ellas.
Esta Halka tiene un componente folclórico notable, sobre todo en los abundantes coros, con sus sencillas escalas modales, que beben casi directamente de la música popular polaca, y que aprovechan los bailes típicos de la corte, como la vibrante mazurka instrumental que cierra el acto primero y que recuerda a la polonesa de la citada ópera de Chaikovski, así como en la festiva danza de carácter marcial del acto tercero. La melodía de vuelo amplio, siempre refinada y bien construida, rige el fluir dramático de esta deliciosa ópera, amoldándose a un texto que no comprendemos por no haber estudiado la lengua originaria de Chopin, un autor del que sus composiciones pianísticas también eran regidas por la cantabilidad.
El lirismo está asociado a los personajes de Halka y Jontek, a los que se destina una expresividad canora de altos vuelos expresivos, de gran sensibilidad y con arrebatos plenamente dramáticos, siempre cercanos a los códigos de la tradición francesa e italiana -esos efectivos y excelentes concertantes que deben tanto a Verdi- más que a la germánica, pues el wagnerismo, al margen de ciertos destellos dramáticos, está bastante ausente en una ópera que es toda una entidad única como isla solitaria en la época. En cierta medida Halka representa de la manera más fiable a Polonia, ese país siempre invadido militar y culturalmente, pero que siempre tiene algo que decir como individualidad desde su centralidad europea.
El Teatro Real se ha vestido de gala con motivo de la fiesta nacional de la independencia de Polonia, con el despliegue diplomático e institucional para recibir a esta Halka por vez primera en su historia contando con el apoyo de la Embajada de Polonia, el Instituto Polaco de Cultura o la Fundación Nacional Polaca, y ha contado con una de las mejores voces de tenor de la actualidad para defender a esta ópera con toda justicia.
Piotr Beczala, la atracción indiscutible de las dos únicas funciones ofrecidas, brindó una actuación de máxima entrega como Jontek. Los espectadores de esta Halka hemos tenido la inmensa suerte y el lujo de tener a este pedazo de cantante interpretando un papel al que han dado vida otros de menos fuste vocal. El tenor polaco exhibió desde sus iniciales intervenciones recitadas en el acto segundo su voz de caudal poderoso, la amplitud de su registro, de centro firme y un canto expansivo que quita el hipo en sus ascensos vigorosos al agudo, que eclosionó en su dúo con Halka y en el hermosísimo aria del pastor del acto cuarto (con oboe acompañante), donde la sencillez y la nobleza de su canto extrajeron una enorme ovación del público, de las pocas veces que se ha visto caer el teatro. No me puedo ni imaginar qué cataclismo se hubiera producido si Beczala hubiera dado vida con escena a Jontek. Beczala ha vuelto a suscribir con esta participación que a día de hoy es el rey indiscutible de los tenores líricos-spinto.
A su lado, la soprano Corinne Winters, lírica plena, oriunda de Estados Unidos, compuso una dignísima Halka máxime cuando ella no es polaca, y se la percibió un tanto rígida en el escenario, pero con una explosión de emociones musicales asombrosa, pues estuvo enormemente dramática, con una expresividad a flor de piel en su aria del acto segundo, auténtica joya musical, y sensible al final de la ópera, en la escena de su suicidio delante de todos. La americana procuró huir en el registro agudo del histerismo de un personaje que es puro sufrimiento y pura exigencia, y esa sensación supo transmitirla con creces al espectador. El Janusz de otro polaco, el bajo-barítono Tomasz Konieczny volvió a resentirse de lo que le escuchamos en su Wotan de La valquiria y Sigfrido, un canto excesivamente monolítico, enfático pero muy granítico, en una parte que es lo menos grato y atractivo -quizá sí la de tendencia más wagneriana-, pues es en su mayoría recitada y encarándose a otros personajes.
El resto de los miembros del reparto de esta versión de concierto estuvieron muy correctos, con una Zofia de la mezzo Olga Syniakova de canto elegante; el rotundo y bruñido Stolnik -padre de Zofia- del bajo Maxim Kuzimin-Karavaev y el ágil Dziembra del barítono Tomasz Kumiega. Mención aparte al español Javier Povedano, miembro del coro, que participó junto a sus compañeros al principio del acto tercero en esa escena de fieles que salen de la iglesia que tanto me recuerda al coro inicial de Cavalleria rusticana de Mascagni. Y es que, por encima de todo, a la agrupación coral titular del teatro la debemos elogiar más que nunca esta vez por su perfectísima y modélica adecuación a la prosodia y el estilo de canto polacos, todo un disfrute de cantos melódicos hasta la hondura final de la ópera, cuando pareció abrirse el cielo con esos cantos celestiales tan a la Gounod del coro dirigido ahora por José Luis Basso.
Al frente de toda esta explosión emocional, Lukasz Borowicz, colaborador habitual de Beczala y magnífico concertador de una obra que se conoce como la palma de su mano, consigue obrar el milagro de que todo esté en su sitio en todo momento: que la Orquesta Sinfónica de Madrid suene firme, vigorosa, aportando el colorido instrumental y el impulso teatral, y que las voces corran con desenvoltura y sin obstrucciones. Fue una inolvidable noche de ópera. Larga vida a la extraordinaria Halka de Moniuszko.