Revista Cultura y Ocio
Silencio
Esteban despertó sobresaltado. Se sentó en el colchón sin preocuparse de que las mantas se deslizaran hasta la cintura por su cuerpo desnudo y esperó a que el alocado golpeteo de su corazón se ralentizara mientras rebuscaba en su mente. ¿Qué ruido le había sacado de su sueño de manera tan brusca? No fue capaz de hallar una respuesta. Miró a su alrededor. Una tenue claridad se filtraba entre las cortinas, suficiente como para distinguir el conocido panorama que le ofrecía su habitación cada mañana. Todo estaba en su lugar.Agudizó el oído intentando reconocer también los sonidos habituales, pero sólo percibió el silencio. Un silencio tan absoluto que lo primero que pensó fue que se había quedado sordo de repente. —¿Hola? —dijo en voz alta, para comprobar que en realidad no era así. Las paredes le devolvieron un extraño eco que, al apagarse, volvió a convertirse en aquel terrorífico y ensordecedor silencio. «Eso. Eso es lo que me ha despertado —pensó—. No ha sido ningún ruido, sino su ausencia». Se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Descorrió las cortinas con un enérgico movimiento y el chirriante sonido de las arandelas sobre el riel atronaron en el reducido espacio del dormitorio. Abrió la cristalera. Un gélido aliento con olor a invierno se coló en el interior de la casa con un potente susurro, haciendo que los visillos revolotearan alrededor su cuerpo. Aun desnudo y tiritando, se asomó al exterior. Nada se movía allí afuera; ni siquiera un tímido gorrión que se refugiara del frío entre las desnudas ramas de los árboles de la alameda. A lo largo de la calle, tres o cuatro coches permanecían inmóviles en mitad de la calzada. Extraño, muy extraño. Nada parecía detenerlos, pero continuaban parados y ningún conductor hacía sonar su bocina para apresurar al vehículo que tenía delante. Aquél no era el tráfico habitual de un sábado por la mañana en la concurrida avenida; ningún peatón transitaba por las aceras, e incluso los comercios permanecían cerrados aún. Nada cuadraba. Estaba pasando algo raro. No tenía ni idea de qué hora era, pero sin duda hacía un buen rato que había amanecido. Girando la cabeza, miró hacia el despertador que, en esos momentos parpadeaba en rojo sobre la mesilla. «Las 04:44». ¡Imposible! La luz del exterior era demasiado potente para ser esa hora. Seguramente la pila se había agotado. De una zancada recuperó su reloj de pulsera. Estupefacto, comprobó que estaba parado; el segundero no se movía y las manillas permanecían estáticas a falta de un minuto para las cinco menos cuarto. Asustado, se dirigió a la cocina. El reloj de la pared ofrecía el mismo aspecto. Y el del salón. Y el del televisor de la salita. Y el de su teléfono móvil… ¿Qué ocurría? ¿El mundo entero se había parado a las 4:44 de la madrugada? Regresó sobre sus pasos y fijó la vista sobre el calendario digital del recibidor. «22-12-12». Aquella cifra cayó con un golpe seco sobre su raciocinio, como si fuera la losa que cerrara su sepultura. Al fin y al cabo, así era. ¿Acaso era el último ser vivo sobre la faz de la tierra? ¿O ya estaba muerto?
Un año más, gracias a la iniciativa de Teresa Cameselle por este Halloblogween 2012. Me enteré tarde que se trataba de un micro relato, pero si puedo subiré uno con esas características mañana o pasado.
No dejéis de pasaros por su blog para ver otras participaciones; todas ellas terroríficas y holocaústicas, uuhhhhhhh.