Des Moines, húsar del ejército imperial, tuvo una vida azarosa, repleta de aventuras y hechos violentos, fue herido cuatro veces en combate, perdió varios dedos de una mano a causa del frío y un ojo por una esquirla de granada. Bonapartista hasta la médula, siguió al Emperador hasta la derrota final de Waterloo, donde fue capturado y expulsado de por vida de la carrera militar. Aún así, la fortuna no le fue adversa. Al volver a la Provenza, su tierra natal, se casó con Fabienne Arceneau, una mujer mucho más joven que él, hija única de una familia aristocrática, con quien disfrutó de dos décadas de vida acomodada y familiar. Cuando murió, fue enterrado en el cementerio de la mansión de los Arceneau, bajo la sombra apacible de un tilo centenario. Su esposa e hijos guardaron su memoria con perenne devoción.
Al revisar su gabinete, encontraron entre sus documentos un diario con las cubiertas bellamente decoradas y rodeado por una delgada cadenita de oro que cerraba un diminuto candado. Observaron con extrañeza que estaban en blanco casi todas las hojas, numeradas en el margen derecho, excepto unas pocas páginas interiores escritas de su puño y letra, como si hubiera querido ocultarlas a cualquier averiguación e incluso hurtarlas a su propio recuerdo.
En ellas se relataba con descarnada sobriedad un episodio ocurrido durante la desastrosa retirada de la campaña de Rusia, en el invierno de 1812. Se refería a la ocupación de la pequeña localidad de Varásitov, que las famélicas tropas del emperador sometieron a riguroso saqueo en busca de comida y ropa de abrigo.
Des Moines cuenta cómo entró, acompañado de varios de sus soldados, en una casa medio derruida cuyo interior parecía más cueva que vivienda. Los muebles y las puertas habían sido convertidos en leña, las paredes estaban ennegrecidas por un humo añejo y el frío exterior se colaba por los huecos de los ventanucos. En el centro de la estancia se encontró a una madre y a sus dos hijos sentados en el suelo alrededor de una olla de caldo, tan concentrados en el ritual del reparto de comida, que no se percataron de la llegada de los invasores hasta que no los tuvieron delante. Entonces se levantaron lentamente, con desgana, como si cada centímetro que los alejase de la olla les costase un esfuerzo colosal. Formaban los tres una estampa desoladora, de pie, alineados frente a los soldados, observándolos en silencio. La mujer sostenía la cazuela en la mano y estaba envuelta en unos ropones miserables que apenas alcanzaban a cubrirla. Tenía la mirada delirante y el rostro consumido y parecía la viva imagen de la muerte. A su lado, un niño y una niña, pálidos y ateridos de frío, pero sanos y bien nutridos, aferraban contra el pecho sendas escudillas de madera llenas de sopa.
Des Moines avanzó lentamente hacia ellos, haciéndolos retroceder con el solo porte de su humanidad, con la fiereza del tupido mostacho y de una barba descuidada. A cada paso que daba, la familia retrocedía otro, y otro más, hasta topar con una pared. Sin perderlos de vista, el húsar se aproximó a la olla. Su hambrienta pituitaria captó el olor inefable de la sopa sustanciosa, del añorado alimento que llevaban días sin probar. Notó cómo su estómago se removía inquieto y sintió un agudo dolor en la boca al activarse de pronto las glándulas salivares.