Un carraspeo a sus espaldas le recordó al húsar la presencia de sus soldados, un cuarteto de esperpentos enfundados en desgastados capotes. La huida, el hambre y la necesidad había destruido hacía semanas la marcialidad del ejército imperial. Nada quedaba de los gallardos uniformes, de los chalecos azules llenos de ribetes y brillantes botonaduras, de las botas de fieltro, de los morriones de lana, orgullo del cuerpo de caballería, ahora todo era descuido, trapos, remiendos y jirones de tela para calentar cada centímetro de humanidad.
Los soldados se acercaron a Des Moines y, como sincronizados por algún instinto elemental, bajaron todos a una las cabezas para apreciar el contenido de la olla. Sobre la superficie del caldo se había formado una telilla opaca que cubría promontorios prometedores. El húsar calculó con avaricia el contenido del recipiente, después se acercó a la mujer, que lo miraba horrorizada, fijos en los suyos sus ojos descoloridos, y le quitó el cucharón con un tirón firme. Lo lanzó hacia atrás y procedió a quitarles las escudillas a los niños.
Entonces la madre saltó sobre Des Moines gritando y golpeándolo para separarlo de los pequeños. La violencia e imprevisibilidad de su acción sorprendió a todos y estuvo a punto de derramar el caldo de las escudillas. El húsar forcejeó con ella durante unos momentos. Pese a su cuerpo consumido, la mujer tenía una fuerza inusitada, se movía con agilidad y destreza y no fue posible dominarla hasta que un soldado la golpeó con la culata de su fusil. Cayó al suelo desmañada y, como si la violenta acción hubiera consumido sus últimas fuerzas, allí permaneció inmóvil y quejosa, consolada por sus hijos, que se habían sentado a su vera y la abrazaban mientras Des Moines y los suyos daban cuenta de la sopa que, aunque clara y casi fría, era un caldo sabroso y nutritivo, con suculentos tropezones de carne nadando en él.
Al finalizar la última cucharada, los hombres se levantaron del suelo, recogieron sus fusiles y procedieron a explorar minuciosamente la casa en busca de la oculta despensa donde, sin duda, habían de guardarse más provisiones. La familia no se había movido del sitio. Ninguno de ellos pareció reaccionar al registro de la casa, ni siquiera darse cuenta, y continuaron abrazados en silencio en un rincón de la estancia.
Al poco, uno de los soldados apareció en el vano oscuro de una puerta con el rostro pálido y desencajado, convocando por gestos a los demás. Siguiéndolo, bajaron todos a un sótano gélido y débilmente iluminado. Al fondo, en el recodo más lóbrego y alejado, había un ataúd de madera cerrado y vuelto a desclavar en cuyo interior reposaba el cadáver congelado y parcialmente descuartizado de otro niño. A pesar de la terrible campaña que llevaban a cuestas y de los horrores vividos, no estaban preparados para lo que acababan de ver. Des Moines sintió una súbita repugnancia y un espasmo de náusea que lo hizo vomitar la comida ingerida.
Cuando volvieron arriba, no había rastro de la mujer ni de los niños. Los soldados, asqueados por el hallazgo, querían perseguirlos y ahorcar a la mujer, pero Des Moines se negó y salió afuera arrastrando consigo su frío, su ayuno y su estupor.
−¿Quiénes somos nosotros -les preguntó- para juzgar a una madre?