Revista Educación

Hamor

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Hamor

Tengo sangre castellana. Mi abuelo paterno era de un pueblo de Zamora y mi padre nació en Burgos. Si el lugar donde naces impregna de alguna manera tu ADN (en absoluto, pero mi amor por la ciencia lo restrinjo al horario laboral) me toca ser un poco rancio, seco, distante. Quizá por eso, cuando hace dos años nos pidieron que limitáramos el contacto y nos cubriéramos la boca, no me resultó en exceso complicado cumplir los requisitos.

Pero por otro lado, soy, al menos, tres cuartas partes canario. Mis genes (de nuevo, no, pero permítanme la licencia) me hacen cercano, afectuoso, dulzón incluso. Y sí, he echado de menos los abrazos y los besos, ver a la familia (tres veces en dos años) y amigos (menos incluso) de las islas. Los bares, las comilonas, las fiestas, los conciertos, el exceso de aforo. Pero sin pasarme.

Desde el primer momento, desde el primer fin de semana de confinamiento, hay quien superó el miedo al contagio tan rápidamente que solo le quedó la ansiedad por la separación. La falta de contacto humano, y que no se me malinterprete, lo entiendo perfectamente, pasó a ser el primer problema. El único, quizá. A muchos de ellos esta ansiedad les devino, más tarde o más temprano, en negación: no puede existir nada que impida que nos queramos, que nos achuchemos, que nos besemos, ni virus ni bacteria. Algo oscuro hay detrás. El gobierno nos quiere aislados. A otros, más inteligentes, les dominó la angustia y su día a día se tradujo en una cuenta atrás para celebrar el día que al fin nos podamos volver a querer. Cada Navidad, cada verano, cada cumpleaños, el ansia les gobernaba y daban un pasito más del recomendable, hasta convertir en ola lo que precisábamos que fuera solo un bache.

En diez días ya no serán obligatorias las mascarillas en interiores. Hace semanas que no lo son en exteriores. Las vacunas han obrado el milagro (no, ningún milagro, repito que estoy fuera de mi jornada) y lo que era una hecatombe hoy es "solo" una seria pero controlable enfermedad. Pues bien, justo ahora me doy cuenta del cariño que muestra quien aún se pone la mascarilla por la calle. Quien mantiene las distancias y no te respira en la nuca en la cola del cajero del súper. En la cantidad de veces que me sonríe con los ojos quien nunca me había sonreído con la boca solo para que no se me olvide que aquí estamos, que podemos contar unos con otros. Cada reunión postergada es un "si hemos llegado hasta aquí, por qué no esperar un poquito más, sí se puede". Cada saludo en la distancia, mano al corazón, gesto con la cabeza es un "sabes que te quiero, y por eso te quiero sano, te quiero entero". La jodienda de las videollamadas es un recuerdo constante de que el ser humano es espectacular, y la tecnología un regalo del cielo (no) que ha venido para quedarse y ayudar. Y doy gracias a quien sea necesario por no haberme perdido en la angustia del negacionismo, ni siquiera en la de la cuenta atrás. Hay quien dirá que me domina el miedo al contagio. Igual que yo podría decir que a ellos el miedo a la soledad no les deja disfrutar de la compañía.

Estamos rodeados de hamor. Con H de humano. El otro parece secuestrado por los amantes de lo sobrenatural.

Hamor


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