Revista Cine
Cuando se estrenó, hace meses, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, Parte 1 (Harry Potter and the Deathly Hallows, GB-EU, 2010), decidí saltármela y verla cuando se exhibiera la última entrega, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, Parte 2 (Harry Potter and the Deathly Hallows, GB-EU, 2011). Creo que fue una buena decisión. Vistas una detrás de la otra y entendidas como una sola película, la adaptación cinematográfica de la (supuestamente) última novela de J. K. Rowling acerca del mago de lentes y amigos que lo acompañan funciona como una emocionante y emotiva despedida a uno de los seriales fílmicos más largos y exitosos de la historia del cine.No me voy a entretener con la trama porque sería imposible resumirla y porque, además, no tiene sentido: los que no somos aficionados de Potter solemos perdernos entre tantos personajes y chunches mágicos y los que sí son aficionados se saben de memoria diálogos y escenas. Lo cierto es que en este último par de filmes todo está preparado para la confrontación final entre el crístico Mr. Potter (Daniel Radcliffe) y Ya-Saben-Quién (Ralph Fiennes).La primera cinta es cansada porque los diálogos atosigan a los pobres muggles como el que esto escribe: que si las reliquias de la muerte, que si los horrocruxes, que si la espada de no-se-qué, que así es como se le echa agua al coco… Sin embargo, entiendo que estas dos primeras horas son necesarias y no tanto para darle el debido contexto al duelo climático entre Voldemor y Harry, sino para ayudar a revelar lo que un servidor, que nomás leyó el primer libro de J. K. Rowling, ya sabía desde hace rato: que el auténtico héroe de la saga no es el susodicho mago de espejuelos ni el paternal anciano Dumbledore (Michael Gambon) sino el sangronazo profesor Severus Snape (Alan Rickman), el personaje más valiente y sacrificado de las ocho películas.Si exceptuamos el ataque a Hogwarts realizado por las huestes de Voldemor en la segunda cinta (¿homenaje a Kurosawa o les salió de pura chiripa?), ninguna de las dos películas se destaca por su espectacularidad o por su sofisticación visual. Pero también es cierto que ninguna entrega de Harry Potter, ni estas dos, ni las seis anteriores, buscan ese objetivo: lo que querían –y lograron- es mantener el serial fílmico vivo, dejando a fanáticos y no fanáticos deseando más, esperando el siguiente episodio. Por lo mismo, no se puede negar que el competente guionista Steve Kloves –adaptador de siete de los ocho filmes- y el grupo de cineastas que estuvieron bajo supervisión de la casa Warner y de la señora Rowling lograron, en general, su cometido. Por ejemplo, en estos dos últimos filmes, el buen artesano David Yates hace algo similar –guardando las distancias- de lo que hizo en su laberíntica (y mucho mejor) teleserie State of Play (2003): hacer inteligible una agotadora trama de espionaje en la que el héroe está perpetuamente confundido y en la que todo mundo, hasta el amigo más confiable, puede estar ocultando algo. Hay dos últimos elementos que no debo dejar de mencionar para explicar al éxito de la saga fílmica. El primero, el trío de protagonistas: aunque ninguno de los tres jóvenes –Radcliffe, Rupert Grint y Emma Watson- terminó convenciéndome de que habían crecido lo suficiente como actores, también es cierto que los tres tuvieron sus destellos a lo largo de los ocho filmes. Además, no niego que fue emocionante ver a estos tres muchachitos evolucionar como personas, personajes y actores: uno de los placeres que ofrece cualquier serial que se respete.Y un último elemento, acaso el más importante: el extraordinario reparto formado por los mejores actores británicos de nuestros tiempos. Fueron ellos, sostengo, los que hicieron más visibles las ocho películas. Un ejemplo nada más: ¿qué otro par de actores como Maggie Smith y Alan Rickman pueden tomarse con tanta seriedad y hacer emocionante una escena en las que los dos se dan de toques con sus varitas mágica? He aquí los auténticos efectos especiales de las ocho películas: sus actores.