En el país de Belmonte y Joselito, yo creo en los grises. Y no me refiero a aquellos que corrían tras los que reclamaban libertades en los setenta en mi país, sino en los tonos claroscuros. Por eso no puedo evitar mirar con cierta simpatía las acampadas de estos días en distintas ciudades españolas. Comprendo y comparto las dosis de hartazgo de muchos de los que allí se instalan. Dudo que les muevan intereses espurios, como alguien nos quiere hacer ver. E incluso, que sean simples marionetas gubernamentales, parachoques ante la debacle que se les puede avecinar mañana.
Conozco a gente que estos días permanece en el kilómetro 0, a la espera de que, como cantaban Lennon y McCartney, un día salga el sol de verdad también para ellos. Y como los conozco, sé de sus buenas intenciones y de sus compromisos ideológicos. Esto no es una reedición del mítico Mayo del 68, como tampoco lo es de lo que pasó en Egipto, aunque determinada prensa internacional se empeñe en presentarlo como tal. Es más bien, creo yo, la expresión meridiana del hastío de quienes nada tienen hoy en día, porque esta sociedad tan solo da cabida a los que encajan en el sistema y se someten a la rigidez que se diseña desde la encorsetada democracia por la que nos regimos.
Poco me importa, aunque muchos aludan a ello, el aliño indumentario de determinados concentrados, si llevan rastas o lo que fuman en el transcurso de su pacífica espera. Y yo, que nunca me puse un porro en la boca, a lo mejor si viviera su desesperanza, también buscaría algún tipo de alucinógeno para evadirme del triste y desconsolador panorama que se nos ofrece por parte de los que debieran encauzar los destinos de la gente con mayor pulso, inteligencia y altura de miras.