Se cuenta que un día de mayo de 1984, el jesuita Ignacio Ellacuría se hallaba en medio en una refriega de fuego cruzado, refugiado en una iglesia de El Salvador junto al también jesuita Jon Sobrino. Las balas silbaban por encima de sus cabezas, aunque ambos ya estaban un tanto acostumbrados a vivir en ese ambiente. Tan es así que mientras se protegían, Jon Sobrino escuchaba en un pequeño aparato de radio un programa deportivo. En una pausa del tiroteo, Ellacuría preguntó a Sobrino, que asomaba la cabeza para ver si los tiros habían cesado, cómo andaba la cosa. Su amigo le respondió: “No todo está perdido. Acaba de marcar Noriega en Mestalla”.
Era entrada la década de los ochenta, cuando el Athletic de Bilbao ganó dos Ligas seguidas, una Copa del Rey y una Supercopa. Aquel día de mayo del 84, los rojiblancos, ganando al Valencia, podían revalidar con un victoria en el último partido, en San Mamés, su título de campeones que ya habían conquistado la temporada anterior.
A Ellacuría, padre de la llamada Teología de la Liberación, lo asesinaron en 1989, en su residencia de la Universidad Centroamericana. Cada vez que recuerdo esta anécdota de los jesuitas, tengo un argumento más por si en noches mucho más aciagas que la vivida ayer en Old Trafford, mi hijo me preguntara, como en aquella campaña publicitaria de los colchoneros: “Papá, y nosotros, ¿por qué somos del Athletic?”