Inventar una historia para celebrar la vida o celebrar una historia para inventar la vida. He ahí una cuestión que puede determinar la naturaleza de una película y que por una vez no hace falta resolver.Pensándolo, la respuesta es simple: se trata de una historia que no es una historia o al menos no lo es tanto de unos personajes, sino de la ciudad que los mira mientras la recorren sin cesar en pos del escenario ideal por si sucede algo ese día y cuando lo hacen la ensucian y a continuación la limpian. Una ciudad que parece encontrar resuello cuando sus habitantes se quedan en sus casas o se marchan al campo a henchir los pulmones.
Quizá por ser verano y haberse extraviado todas los costumbres, los
objetos no responden como debieran, especialmente si se quiere que
sean apéndices de brazos o piernas y prolonguen un gesto. Tal vez tengan razón Agathe y Pierrot y "el deseo es infinito y la acción es limitada" como dicen.
Lo cierto es que se quitan la palabra de la boca y se adelantan caminando por la calle, la una al otro, él a ella, quizá por esa vieja idea, esa idea vieja más bien, de que lo dicho antes vale un poco más. Se aman y sin que se sepa muy bien por qué (¿porque antes necesitan quererse a ellos mismos?) se comportan como si no significara nada lo dicho o lo sentido, se entienden y al momento se desentienden, nunca saben qué hacer ni dónde ir. No saben cómo vivir. Sí, es una historia de soledades.
No es descabellado pensar que si en algún momento uno de ellos se hubiese encaminado al suicidio, por imaginar lo más opuesto posible al relato, estoy convencido de que no hubiera habido interrupción en el tono. Hay un cierto placer, me refiero a que no hay discontinuidad, cuando no importa nada lo que sucederá después. Por una vez deberían contar muy poco las consecuencias que tantas veces se empecinan en menoscabar los hechos, parece pensar su autora.
Cuando nuestra pareja piensa en sí misma, no halla nada. Necesitan saber que podrán irse y por eso congenian con todos los que llegan a la ciudad, con cualquiera. Pierrot extraña Argentina, aunque diga que no es su país y por eso se encuentra a gusto con africanos para los que París es un lugar en el que encontrar una piedra donde sentarse y ese es su hogar.Desde todos lo sitios desde los que se ve a lo lejos Europa, París son las callejuelas de no sé qué distrito, los mercados ambulantes, los márgenes del Sena, los brutales extrarradios, unos paisanos reunidos en una esquina y, si hay suerte, una ventana desde donde mirar el gran espectáculo de la vida.
Montadora de Depardon, script de Bresson, "hija" de Rivette y Rouch, "hermana" de Akerman, Biette, Vecchiali y todos los demás cineastas que dormían al raso en los años 70, Françoise "Franssou" Prenant dirigió su único largo más o menos convencional en 1998 - se estrenó en 2000 - con el apropiado título de "Paris, mon petit corps et bien las de ce grand monde" y lo filmó en Super 8 y voz en off y en 16 milímetros y sonido directo, dependiendo digamos de la escala de la narración. Bonita idea la del sonido utilizado como las cuerdas de unas marionetas que todo maestro quiere ver libres.
Prenant se había recorrido medio mundo antes de llegar aquí.Cuando plantó su cámara en Guinea o cuando lo haga en Beirut ("Sous le ciel lumineux de son pays natal", 2001), en Damasco (el fulgurante corto "Reviens et prends-moi" de 2005, con palabras de Kavafis), o en Argelia ("Bienvenue à Madagascar, 2016" y De la conquête", su obra de 2022, invisible desde su paso por el ultimo Cinéma du Réel, cuando escribo estas líneas), se sentirá tan en casa como cuando filmó "Paradis perdu" en los cabarets de su ciudad circa 1975.
Este París que capta su objetivo es un punto de partida y de llegada al mismo tiempo y esta película una oda al tránsito, al sueño, como las que dedicaban los cineastas rusos a Siberia, un territorio mítico, nunca visto aun si se atravesaba.
Las herramientas se repiten: una privilegiada banda sonora (es acaso la cineasta que mejor la ha utilizado junto a Claire Denis), una búsqueda de lo doméstico, de las repeticiones que vertebran las rutinas de un tiempo y un lugar, una capacidad para no embellecer lo feo proporcional a la de no esconder ni afear lo hermoso - el más difícil de los equilibrios para el libre pensador cinematográfico -, y cientos de insertos rimando con planos de los cielos y los suelos, que son los polos, las referencias para saber dónde se está y cuán lejos queda donde se quiere estar.