Y también lo cree mucha gente, no se trata de una exclusiva del científico británico, ni mucho menos. La cuestión no reside tanto en la duda, razonable por otra parte, o en la credulidad sobre la vida eterna, sino lo feliz que puede uno ser, o no, en función de cierta esperanza más o menos inútil. Decía un buen amigo que para él, la felicidad estaba en una casa junto a un lago, la compañía de la persona amada y una fe inquebrantable en la vida eterna; toda vez que se trata de un hombre muy culto, no puedo atribuir a la ignorancia ese particular deseo de creer. Lo ha venido teniendo la humanidad desde el albor del los tiempos, lo mismo que la duda de quién, como y cuando se ha creado el universo en que vivimos, o la parte de él que se nos alcanza. Hawking explicó muy bien el cono de luz, la teoría de las cuerdas y acercó el tiempo como variable al gran público; ocupa la cátedra de Newton, pero no deja de ser mucho más lo que ignora que lo que sabe. Como diría Gardner, estamos aproximándonos al extremo del pelo del conejo, para poder ver el mundo que nos rodea, del que ignoramos casi todo. Ya lo hicieron los griegos hace tres mil años, tiempo ridículo en la historia particular de nuestro planeta, y aún en la más breve de nuestra propia especie; no es que hayamos progresado demasiado desde entonces. Hawking demuestra la desesperanza sustentada en una ciencia que todavía no se explica a sí misma conjugando las físicas cuántica, newtoniana y relativista dentro de una sola teoría, o de un modelo matemático único. Por eso, de momento, es preferible que los paraísos artificiales los compremos con la fe de la vida eterna que con las sustancias psicoactivas, mucho más reales, de este mundo cruel que nos ha tocado vivir. Le deseo larga vida al científico inglés, pero como mi buen amigo, quisiera que estuviese profundamente equivocado.