Y nunca le recordaba lo que no se debía contar, aunque ignoraba que aquel silencio no se fundamentaba en el temor, si no en la lástima que sentía su confidente de delatar a alguien por el pueril deseo de querer acelerar el discurrir del tiempo.
Para asegurar la inmunidad de su secreto pasaba todas las tardes a su lado, en silencio, escrutando cada movimiento de aquellos ojos vivos e inteligentes. Aprendiendo que un pausado movimiento a la derecha indicaba “Tengo sed”, que una caída tensa de párpados decía “llama a la enfermera”, o que los expresivos ojos desorbitados eran para gritar “socorro, me está tratando de matar otra vez”.