Revista Filosofía
A veces a uno le sobrevienen acontecimientos que siente la necesidad de compartir con quien se encuentra ahí, al otro lado, en los departamentos, la lejanía del pasillo, o incluso, a veces, tras libros de estantes amontonados. Es sabido que en la comidilla de algunos cafés se hablaba de que "hay que hablar las cosas", como si fuéramos seres sin habla y sólo por gracia divina ésta nos fuera concedida. "Hay que hablar las cosas", como si también de algo natural tuviera que hacerse imperativo. Y, sin embargo, qué raro nos sonaría decirnos "hay que respirar", o "hay que hacer el amor". De amores, no siempre va la cosa. A veces, intereses y temores bloquean nuestra habla haciéndola estéril, y hueca, como esos relojes de Fresas salvajes que no podían dar la hora. Y haciéndonos proferir palabros y tecnicismos que, en el fondo, no significan nada, o significan nada, diría en su ocaso Nietzsche. ¿Pero cómo hemos llegado a una situación por la que el habla, aquel habla natural y amada, tiene ahora que regirse por imperativos? ¿Cómo hemos llegado a tener que convocar reuniones, o comisiones, o comidillas y conciertos, para tener que hablar? ¿Tan lejos estamos los unos de los otros? ¿O tan cerca que ya no nos distinguimos? Cuando movido por la pasión consagré la vida a algo, que no es poco en este mundo de autómatas, no pensé que tendría que ponerme a hablar, algún día, en alguna sala, ante miradas inquisitivas y relojes que sí dan la hora, sobre libertades, conocimientos y amores. ¿Porque podemos hablar, si de verdad hablamos, sobre realidades que no formen ya parte de nosotros? Que las máscaras queden fuera, ahí, en los boletines, protocolos, y más proyectos, sin término y sin comienzo. Queden fuera, de nuestra voz, porque es lo que tenemos, y lo que somos. Y ojalá, todavía, aunque sea en una sala de relojes vacíos de hora, allí donde las noches nos pasan, podamos hablar, y seguir hablando.