La estoy cagando. ¿Qué coño estoy haciendo? Lo estoy haciendo fatal. Todo. He entrado en una espiral de la que no sé salir. Pienso que debo hacer una cosa. No la hago. Sé que debo dejar de hacer otra. Soy incapaz. Es frustrante. Frustrante para la gente que me quiere y me ve cometiendo una y otra vez los mismos errores. Pero sobre todo es frustrante para mí, que soy consciente de mi situación y estoy siendo incapaz de remediarla. Me paso el día quejándome, lamentándome, y sintiéndome culpable porque después no hago nada para resolver mis problemas. ¿Será que llevo tanto tiempo teniéndolos que ya no sé vivir sin ellos? Escucho a las personas que se preocupan por mí, sus opiniones, sus consejos, y me parecen razonables. Pero aun así, no puedo evitarlo, siempre tengo una excusa para desbaratar todas y cada una de las soluciones que me proponen. Como si en realidad no quisiera solucionar nada. Sé que tienen razón. Aunque muchas veces me enfado. Me pongo a la defensiva. Siento que me infravaloran. Pero es que yo misma lo hago. Otras veces, las menos, me planteo de verdad tomármelo en serio. Cambiar. Pero luego no lo hago. No sé por qué. Paso. Cambiar me supone un esfuerzo y convivir con mis problemas no, porque ya estoy acostumbrada a ellos. Así que, cuando me preguntan qué tal estoy, respondo “Bien”, y un grito se ahoga en esa palabra, en esas cuatro letras. Otras veces, por el contrario, me derrumbo. Me ocurre algo que me sobrepasa. Tengo un ataque de ansiedad. Lloro. Me ahogo. Y pienso que ya está bien, que debo tomar cartas en el asunto. Pero luego la cosa se tranquiliza y yo, otra vez, hago como si nada. Me vuelvo a relajar. A dejarme llevar. Escondo la cabeza como una avestruz, como si la cosa no fuera conmigo. Pero mi vida claro que va conmigo. ¿Con quién si no? Dicen que hay que ser muy valiente para rendirse, pero yo me he rendido y me siento una cobarde. A mí lo que me gustaría es ser valiente para ser realista. Para ser autocrítica. Para mirar de frente a mi vida y plantarle cara. Plantarme cara. Porque muchas veces siento que soy mi mayor obstáculo. Creencias limitantes, lo llaman. Yo lo llamo ser gilipollas. Ser una pusilánime. Porque coger las riendas significa asumir responsabilidades. Y entonces, si fracaso, la responsabilidad será mía. Profecía autocumplida. Y me cago. Me aterra que sea peor el remedio que la enfermedad. Porque una vez que empiezas a caminar ya no hay vuelta atrás. O sí, siempre puedo retroceder de nuevo hasta esta mierda a la que ya estoy acostumbrada. Aunque una vez que salga no creo que quiera volver. Pero ¿y qué pasa si no fracaso? Si no lo intento no lo sabré. Porque fracasar no es no conseguirlo, es no intentarlo. Así que me prohíbo a mí misma volver a ponerme límites, trabas. Volver a ponerme la zancadilla. Y asumo que creer en mí supone aceptar que a veces me equivocaré. Que no conseguiré todo lo que me proponga. Pero que si no me propongo nada, no conseguiré nada. Y estoy harta de la nada. De sentirme nada. Así que me rindo ante la evidencia. Que tengo miedo. Sí. Pero que no puedo seguir aquí. Porque seguir aquí me da terror. Así que me armo de valor, me levanto y doy el primer paso. Me hago cargo. Y, joder, no era para tanto. Al final es como andar en bicicleta. Nunca se olvida. Y el siguiente paso viene solo. Y así hasta que me doy cuenta de todo el camino que he recorrido. De que lo valiente no es rendirse, porque rendirse es darse por vencido, y quien lucha no pierde, gana la satisfacción de haberlo intentado. “Hazlo, y si tienes miedo, hazlo con miedo”, dicen. Así que voy a por ello. Acojonada, sí, pero voy. Con un par. Suena I Can Do It, de The Rubettes. Me encanta esa canción. Ven conmigo. Bailemos.
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