Revista Opinión
«En el ejercicio concreto del sufragio, el votante está expuesto a los juegos del interés, las pasiones, la corrupción y el error (...) Aún así, la intervención de estas causas es mínima, ella es desde ya suficiente para volver ilusoria la hipótesis fundamental del modelo». Lo decía e marqués de Condorcet, que de estos asuntos sabía mucho. No existe modelo electoral que sea perfecto, pero sí perfectible. Sin embargo, esos intereses creados a los que se inclina la voluntad de los partidos con más crédito popular acaban ahogando la posibilidad de una reforma del sistema electoral. Un cambio del modelo actual, que caminara hacia una mayor adecuación del sistema a la verdadera voluntad del pueblo soberano, contraviene los intereses de la mayoría parlamentaria. Luego no se reforma y todo queda en una empatía pusilánime. La democracia pierde justicia representativa a mayor gloria del status quo. La evidencia de una virtud moral no lleva aparejada necesariamente la suficiente voluntad como para desfacer el agravio.
«La verdad de la decisión no depende solamente de los votantes sino de las condiciones en las cuales el voto se efectúa, de la forma de la asamblea (...) como así también de su funcionamiento para llegar a una decisión». Así prosigue Condorcet su reflexión acerca del sistema electoral, en una época, la ilustrada, en la que se comenzaban a sentar las bases del sistema representativo y los valores democráticos que hoy damos por asentados. Condorcet deja claro que no vale cualquier modelo; existen alternativas que reflejan de forma más transparente y eficaz la voluntad popular y evitan la concentración del poder en ciertos grupos parlamentarios. La consecuencia de estos modelos está en que las cuotas de poder y representatividad no hacen justicia a la voluntad de todos y cada uno de los ciudadanos que ejercieron su derecho al voto. Alentando con este sistema electoral los monopolios políticos, el autismo de los partidos tradicionales. Un ejemplo similar sucede en el mundo de las ligas deportivas, donde pocos clubs concentran todo el volumen de negocio y las posibilidades de llevarse las copas.
Jean Charles Borda, contemporáneo de Condorcet, propuso una paradoja que pone en duda la calidad equitativa del principio un voto, una persona. Borda plantea una situación hipotética en la que 7 candidatos se presentan a unos comicios y uno de ellos obtiene el 40% del total de votos del recuento, mientras que los seis restantes se llevan cada uno un 10% del resto de votos emitidos. La evidencia concluye que el candidato que obtuvo el 40% de los votos ganó las elecciones. Sin embargo -he aquí la paradoja-, si pidiéramos a los votantes que decidieron dar su confianza a alguno de los seis candidatos restantes que indicaran cuál es su candidato preferido, podría darse el caso de que el candidato ganador no fuera aquel que obtuvo el 40% de votos. Este candidato ganador no tiene porqué ser necesariamente el candidato en el que confíen más ciudadanos. Moraleja: existen sistemas electorales que no representan suficientemente la voluntad popular.
Planteemos otra paradoja inquietante: imaginemos una situación en la que 4 votantes elegidos al azar tuvieran que puntuar a 3 candidatos políticos por orden de preferencia. Al candidato elegido en primer lugar le darían 3 puntos, al segundo, 2, y al tercero, 1 punto. El resultado podría quedar así (o de cualquier otra forma):
Y los puntos obtenidos:
Según este cálculo, el candidato B sería el preferido de los votantes.
Ahora bien, si hubiéramos pedido a estos 4 votantes que confesaran cuál es su único candidato preferido, el resultado pintaría bien distinto: sería el candidato A quien se llevaría el crédito popular, y no el B. La naturaleza del modelo electoral altera el resultado final.
Una vez más se cumple que a veces un sistema electoral puede estar muy alejado de la voluntad de todos y cada uno de los ciudadanos.
Nuestra democracia aún es joven, pero ya comienza a dar signos de un proceso de desmitologización, el paso a una indócil adolescencia que se empieza a cuestionar si el modelo electoral realmente nos representa como tal. No en vano el PSOE ha incorporado un tímido guiño a las vindicaciones del movimiento 15-M en esta materia, proponiendo que los votantes puedan modificar en los comicios el orden de preferencia en las listas de candidatos propuestos por cada partido político. Menos es nada, aunque resulta un gesto insuficiente en comparación con las posibles reformas que podrían articularse para llegar a crear un modelo electoral fiel a la voluntad general de la ciudadanía y que rompa con el monopolio de poder, diversificando la representatividad parlamentaria. Sin embargo, no son pocos los políticos que aún ven en estas propuestas una peligrosa utopía, defendiendo la solidez y justicia del actual modelo electoral. Otros creen que una modificación más equitativa en las cuotas de representatividad supondría debilitar la fortaleza que a su juicio debe poseer todo poder ejecutivo; un mayor reparto de poder podría hacer bascular al ejecutivo a expensas de acuerdos constantes que dificultarían la toma de decisiones. El actual sistema electoral es, a juicio de estos analistas, la mejor fórmula para asegurar la estabilidad institucional, pese a que no sea la ecuación más adecuada a los votos reales que ha dejado cada ciudadano en las urnas.
La pregunta que debemos hacernos de cara al futuro es si queremos caminar hacia nuestra madurez democrática a través de un modelo presidencialista, al estilo americano, o mejorar lo presente hacia un sistema electoral que tenga en cuenta el voto real de los ciudadanos y genere fórmulas creativas de participación popular que dinamicen el tejido social y fortalezcan el interés por lo público. Parte de este déficit democrático es responsabilidad de los propios partidos políticos, que pese a aparentar de cara a la opinión pública un ejercicio idílico de toma de decisiones, se ha anclado hace tiempo en un modelo de legitimación basado en el carisma de un líder, al que se presenta como panacea y salvación, desoyendo a las bases militantes y destruyendo estructuras de diálogo internas. He ahí la cuestión.
Ramón Besonías Román