Aquí estoy de nuevo, de regreso de mi habitual paréntesis veraniego. Hace unos años solía bromear diciendo que me había marchado de retiro espiritual, y no quisiera ser reiterativo queriéndome hacerme otra vez el gracioso. Así que no engañaré a nadie si digo que he permanecido una semana en un Hotel de Almería y que, una vez más, mi proceso de mutación hacía el homo acuaticus ha sido inevitable. Con dos niñas de ocho y tres años se pueden imaginar que no hay otra que pasarse horas y horas en el líquido elemento. Este año, no obstante, se ha dado una nueva disciplina acuática, que no es otra que el lanzamiento de niña. Martina pedía una y otra vez, hasta la extenuación, que la arrojase al agua. Brazos arriba y empuje, cual lanzador olímpico de peso hasta hacer volar a la niña equipada de manguitos de Minnie Mouse. Hasta tal punto que me provocó un dolor punzante en el hombro que afortunadamente no pasó a mayores. La playa ha sido la gran ausente, ya que mis dos retoños son recelosos de la arena y las olas. Les pasa un poco como a mí, que pienso que el día que la enchapen de azulejos y calienten el agua será un gran avance para la civilización, pero eso es otra historia. Después de esta entrada, un poco improvisada, pondré mi mente en marcha e intentaré de nuevo escribir algo con un mínimo de coherencia.