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Hecho (Americana)

Por Clochard
Hecho (Americana) Hacía tres semanas que no tenía noticias de El Búlgaro y comenzaba a impacientarse. Aquel motel asqueroso se le caía encima. Las cortinas raídas y acartonadas se le antojaban fantasmas ridículos, las manchas del techo, de un color innombrable, parecían adquirir cada día formas distintas e indescifrables y la sucia moqueta daba la impresión de albergar debajo algo con vida. El Búlgaro le había dicho que sería cosa de un mes o dos, hasta que lo de Mickey se enfriara. Se lo había dicho mientras depositaba esos dedos rollizos y repletos de anillos de oro en su hombro, un gesto que era lo más parecido a una demostración de afecto que alguien como El Búlgaro era capaz de permitirse.

De modo que allí estaba, en algún agujero del maldito Albany. Ni siquiera había salido del estado — él que había soñado con playas de arena dorada como la piel de las chicas en escueto bikini — y tenía la sensación de encontrarse en una especie de universo alternativo. Al principio se había dicho a sí mismo que llevaría bien eso de esconderse y desaparecer por un tiempo, más aún tras lo de Mickey. Después de todo él era un jodido Samurai, eso es lo que era, y había hecho cosas  por las que un hombre normal enfermaría solo de pensarlas.

Pero nunca se había enfrentado a la rutina. Los días dejaban a su paso un calor pegajoso y allí no había absolutamente nada que hacer. Se tiraba las horas sentado frente a la televisión, emborrachándose  a solas. A veces salía a fumar y contemplaba la piscina común, desierta si no fuera por la presencia de la dueña del motel, una mujer con mucha más edad de la que creía aparentar, teñida de un rubio que dañaba los ojos y una sempiterna colilla en la comisura de los agrietados labios rojo Pasión Salvaje. Aquella mujer se dejaba caer todos lo mediodías en una de las hamacas exhibiendo un anacrónico bañador con motivos de leopardo. Quizá pensaba cazar algún marido entre los pocos clientes, quizá solo dejaba pasar el tiempo como él o tal vez rezaba con todas sus fuerzas para que ocurriese un pequeño milagro en forma de tornado que arrasara con ella y con el motel de una vez por todas.

Hecho (Americana)


El resto de clientes no pisaba la piscina. Nadie en su sano juicio se instalaría en aquel infecto montón de mierda para disfrutar de unas vacaciones. Todos ellos estaban de paso, sombras fugaces de mirada huidiza que venían a cerrar tratos oscuros, encuentros sexuales prohibidos y urgentes, algún sitio bajo techo (por cochambroso que fuera) en el que dormir una noche antes de proseguir su huida...todos eran como él, fantasmas ajenos a la cordialidad y las preguntas con el tácito acuerdo del silencio cómplice en los ojos.

Sabía que no debía dejarse ver demasiado, pero algunos días que tenía la sensación de que si seguía un minuto más encerrado se volvería irremediablemente loco, le pedía prestadas a la dueña las llaves de la vieja Dodge del 66 y conducía hasta el pueblo. Allí solía sentarse en la cafetería esperando que la camarera latina le trajera la comida acompañada de sus deliciosas curvas y algo de conversación. Llegaba pronto y se marchaba antes de que el lugar se llenara de parroquianos con más hambre de curiosidad que de otra cosa. Luego daba una vuelta andando, quizá compraba el periódico, alguna revista, comida y alguna botella que le hiciese compañía en las largas jornadas entre las mugrientas cuatro paredes.

 Pero sin duda lo que más le gustaba era acercarse a ver jugar a los chavales en la cancha callejera de Baloncesto. Se sentaba en un banco un poco alejado, encendía un pitillo y observaba como aquellos chicos se dejaban la piel en el juego. Había uno en concreto que le recordaba a Mickey cuando tenía su edad. Era igual de flaco y alto y se escurría como una anguila entre los contrarios para dejar la pelota en el aro con un suave golpe de muñeca. Claro que tanto a ese muchacho como a los demás les faltaba la actitud pendenciera y la arrogancia que él y Mickey gastaban en las calles de Brooklyn, tan necesaria para hacerse respetar entre aquellas moles negras que con trece años ya imponían hasta a la pasma. Pero no a ellos dos. Él y Mickey. Maldita sea parecía que hubiesen pasado siglos, parecía otra vida que alguien le hubiese contado. El muy idiota de Mickey.

Porque claro, luego estaban las noches. Y las noches eran horribles pese a que él no quería reconocerlo. Las noches eran la cara sonriente de Mickey. Las noches eran despertarse empapado en sudor. Las noches eran Mickey asintiendo con un cigarro entre sus pocos dientes, diciéndole que lo hiciera, que lo comprendía. Las noches eran la repetición del hedor de aquel piso con colillas, papel de plata y jeringuillas por el suelo. Las noches eran un grito ahogado antes de nacer por las propias lágrimas. Las noches eran recordarse a sí mismo como un mantra en qué se había convertido Mickey y el peligro que suponía para todos. Eran la sorprendente facilidad del gesto tan mecánico, lo vulgar del leve suspiro del silenciador, la estúpida convicción de que en aquellos ojos fijos antes tampoco quedaba nada de su amigo. Las noches eran verse de nuevo desde fuera, contemplar como sus manos temblaban nada más guardar el arma como amputadas de una seguridad natural, lo mucho que le costó marcar el número desde el móvil y decir la palabra que confirmaba el trabajo. Aquella que tantas veces había dicho y ahora parecía empeñada en aferrarse a su garganta negándose a ser pronunciada:

"Hecho"

Lo poco que dormía lo hacía empuñando de manera insconciente la pistola y su primer gesto al despertar era sustituirla por alguna de las botellas que velaban sus pesadillas desde el hediondo suelo. Así transcurrían las semanas sin que El Búlgaro diera señales de vida llamando al teléfono del motel o enviando a alguno de sus esbirros a buscarle para liberarlo de una maldita vez de aquella situación que comenzaba a parecerle infinitamente peor que cualquier condena a la que un juez pudiera sentenciarle.

Cada vez frecuentaba con mayor asiduidad el pueblo. Dejaba pasar las horas en la cafetería fantaseando con la posibilidad de marcharse bien lejos una vez tuviera todo el dinero por lo de Mickey. Se decía a sí mismo que todo lo que le ocurría era porque se estaba haciendo viejo y volviéndose un sentimental y eso en su negocio era lo mismo que estar muerto. Había entablado una muy buena relación con María, la camarera, y había decidido invitarla a marcharse con él. 

Al caer la tarde se acercaba a la cancha de Baloncesto para ver jugar a los chicos. Comenzó por devolverles el balón cuando este salía despedido del campo de juego y pronto se vio a sí mismo dando sugerencias y lanzando un par de tiros. Solía quedarse un rato más con el chico que le recordaba a Mickey, dándole instrucciones para perfeccionar su juego pero sobre todo indicándole como debía colocar los codos para recoger un rebote y dejar un recuerdo en la cara del adversario o como sujetar por la camiseta o dejar caer la mano en el lugar exacto. El chico parecía disfrutar poniendo en práctica esas enseñanzas, aprendía rápido y sus ojos se iluminaban como los de Mickey cuando le escuchaba absorto bebiendo sus palabras.

Mickey, el verdadero, seguía asomándose a sus sueños. Pero estos eran cada vez más apacibles, solían ser recuerdos que tenía casi borrados de cuando eran adolescentes o imágenes de un Mickey limpio y tranquilo mirándolo con su eterna sonrisa desde algún lugar luminoso. Sí, se estaba volviendo un viejo cursi. Si lo pudieran ver ahora sus compañeros de fechorías sentado en una hamaca junto a la piscina, aceptando plácidamente una cerveza de la dueña del motel y escuchando las historias sobre su tercer marido, charlando amigablemente en la cafetería con algún paisano sobre el mejor cebo para pescar salmones o tonteando pacientemente con María sin habérsela llevado todavía a la cama. Si pudieran verlo, se decía, seguramente se mofarían de todo aquello, de la pasión que ponía en cada partido de los chicos.

Ya casi era de noche cuando encendió un cigarro y se sentó en el banco junto a la cancha mientras el muchacho que le recordaba a Mickey rebuscaba en su bolsa de deporte una toalla. Miró aquel cielo que hasta hacía poco tanto repudiaba y por primera vez se dio cuenta de que quizá podría acostumbrarse a aquello. Quiso creer que tal vez era cierto eso tan trillado de las segundas oportunidades y la capacidad de redención, qué diablos, se dijo, por qué no, se preguntó.

Escuchó un ruido leve y familiar a su lado y al girarse vio la cara grave del chico que le recordaba a Mickey. Fue tanta la sorpresa al ver la sangre brotando de su pecho y tiñendo de rojo oscuro su camisa que casi no le dolió. Ya en el suelo sintió como el cielo se resquebrajaba encima suyo y todavía tuvo tiempo de esbozar una sonrisa sarcástica al ver al chico marcar un número desde el teléfono móvil y decir simplemente:

"Hecho"



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