Yendo en autobús entre dos ciudades enclavadas en el Camino de Santiago, nos paramos en un pueblo de poético nombre. Cuatro peregrinos subieron al vehículo, pero el que tenía el asiento 31 se encontró con que estaba ocupado. Los dos miraron su billete y concluyeron que estaba duplicado, pues ambos eran exactamente iguales y señalaban como lugar asignado el asiento 31. Los otros tres peregrinos se acomodaron en sus sitios, mientras el cuarto iba a hablar con el simpático conductor. El hombre lo recibió con buena disposición, pues era dado a hablar mucho con los pasajeros, sin ir más lejos, cuando me subía al vehículo, en la estación de autobuses, me dijo: “Ilusionada ¿eh?” con una sonrisa.Después de escuchar lo que ocurría, el conductor apartó la vista del billete, se acercó a la persona que ocupaba el asiento y tras comprobar que no entendía el castellano, sonrió abiertamente y bromeó:-Alguien va a tener que hacer el camino andando…- luego poniéndose serio añadió: -No me está permitido llevar a nadie de pie en el autobús… ¡El que sabe español que se venga conmigo! El peregrino y el chófer se bajaron del autobús, entraron en el bar de carretera que tambiénhacía las veces de estación y de expendedor y, tras unos minutos de incertidumbre, volvieron con un tercero.
-Tengo una persona que se baja en el siguiente pueblo- dijo el conductor y luego levantó la voz -¿Quién se baja en el siguiente pueblo?-Yo- contestó la señora del primer asiento de manera disciplinada, alzando la mano, como si estuviera en el colegio.- ¿Ves? El vendedor del bar se ha equivocado y ha vendido un billete repetido. Ahora, él mismo te llevará en su coche al siguiente pueblo, donde se bajará esta señora y tú ocuparás su lugar- le explicó al peregrino.-Bueno- contestó el joven conforme – ¿Y mi mochila?-Se queda en el autobús.Dicho y hecho. El muchacho se apeó del vehículo y nosotros arrancamos sin más pérdida de tiempo. Los compañeros ni se inmutaron por la ausencia de su amigo. Veinte minutos después llegábamos a la siguiente parada en un pueblecito de casas bajas y modestas. El peregrino ya estaba allí, con el dueño del bar, de pie junto a un viejo Mercedes.La señora se bajó en su destino, el muchacho subió, levantó los brazos y saludó a todos los viajeros. Como respuesta recibió una gran ovación y un aplauso de entusiasmo.-¡Me he bajado de un Mercedes y me he subido en otro!- gritó ilusionado.El conductor le señaló el primer asiento que había quedado libre.-¿Portugués?- le preguntó interesado.-Brasileño.-Ahora están las Olimpiadas.-Las Paraolimpiadas, sí.Y ese fue el inicio de una larga conversación, a la que solo le faltó pedirse los respectivos facebooks, mientras que en la radio sonaban canciones de los años sesenta y las típicas de ciudades que solo has oído a algún borrachín. Y es que las cosas, con buena voluntad por todas las partes, pueden solucionarse fácilmente.
No es lo mismo que nos ocurrió en el tren de Hendaya a Madrid, que hacía parada en Burgos. En la estación esperábamos decenas de personas con nuestras respectivas maletas. Varios muchachos invidentes hablaban con el empleado de la estación que iba a ayudarlos a acomodarse, cuando el tren llegó repleto. Tuvimos que esperar pacientemente que los viajeros que tenían como destino Burgos, se apearan para poder subir nosotros y ceder el paso, como es lógico, al grupo de muchachos y al empleado que los acompañaba y que después debía bajar del tren, antes de que éste emprendiera su marcha de nuevo. Se ve que en esta operación tardamos más de lo habitual y cuando aún estábamos subiendo las maletas, se escuchó la voz de una señora muy enfadada que gritaba desde otro vagón:-¡Vamos, que ya llevamos diez minutos de retraso!La impaciencia es muy mala consejera.