Revista Cultura y Ocio

Hécuba en Lucena

Por Calvodemora
Hécuba en Lucena
Hécuba en Lucena
El domingo fui al teatro. Lo hice a sabiendas de que no se sale indemne de una buena obra de teatro. Quise exponerme, dejar que me asombrasen, permitir que fuese otro el que saliese de la función, no el que entró. De Hécuba, la maravillosa función de teatro realizada por el módulo de adultos de la Escuela de Teatro Duque de Rivas de Lucena, se sale vulnerado, herido, conforme con haberse entregado a uno de los ritos más antiguos de la humanidad, el de aceptar la representación de la vida en lugar de la vida misma. Porque en un escenario la vida discurre a otra velocidad. Lo que no se puede gobernar después es el modo en que la vida de verdad, la de la calle, se deja impregnar por lo que se ha visto en ese escenario. Hay obras de teatro que no te abandonan. Los clásicos, los griegos, los del Siglo de Oro, los ingleses, cuentan el mundo de ahora como si lo acabasen de registrar en el libreto. Por eso Hécuba se comprende sin tener que estar uno al tanto de las mitologías y de la cultura helena. Basta escuchar, sólo se precisa ver, abrirse un poco a lo que los atormentados protagonistas confiesan bajo las luces. Todas esas mujeres formidables, comidas por la fiebre de la venganza, enfermas de odio, convertidas en verdugos antológicos, calan dentro del público. No es cosa únicamente de Eurípides. Al texto, espeso sin excusa, se le aligera un poco la carga sintáctica, la parte vulnerable al paso del tiempo, y se le arropa con una escenografía pulcra, de una pulcritud obscena a veces. Mérito del cuidado de Toñi Jiménez y de Maribel Peñalver, la espesura dramática se adelgaza sin que ese lifting escénico descuide ninguna de sus virtudes, que son muchas y aquí están todas muy bien aprovechadas. 
No hay mayor dignidad que la del teatro. Ninguna de las artes posee más honradez tampoco. Al teatro se le encomiendan cometidos que siempre realiza airosamente. Es la poesía, es la danza, es la palabra. Nació en los albores y durará hasta que la tierra reviente o el hombre se embrutezca del todo. La fiesta del teatro es de las más íntimas que existen. Todo lo que se despliega ante los sentidos es incumbencia nuestra, nos atañe, nos involucra de un modo con el que solo la literatura rivaliza. Hay palabras que solo las dicen para que nosotros las escuchemos. Están escritas pensando en nosotros. De ahí la festividad de lo íntimo, de ahí la intimidad de lo festivo. No todo el teatro es sagrado o es épico o entra en la alta y noble disciplina de la belleza o de la inteligencia, no toda la literatura. Hécuba, la Hécuba del Duque de Rivas, es hermosa y es noble y es inteligente: es teatro de un calidad enorme y de un mérito de un tamaño incluso mayor que el de su calidad. Que el elenco sea no profesional y trabajen en talleres, en ratos sueltos, entre oficios y placeres, entre obligaciones y quebrantos, hace que uno aplauda con más entusiasmo y la fascinación con la que sale del teatro sea - si cabe - más entera, de más difícil borrado. Porque uno acaba olvidando las cosas, incluso las buenas. El tiempo obra a su aire y quita lo que le place, sin que concurse nuestra voluntad, por mucho que uno crea tener una propiedad. No hay tal cosa. Pero será extraño que olvidemos esta Hécuba. Habrá más teatro y habrá más vida, pero la impresión, la impresión feliz y sencilla, de haber asistido a un espectáculo prodigioso no tiene visos de perderse pronto. Se me ocurre que el agradecimiento que les debo ni siquiera está pagado con esta pequeña reflexión que dejo aquí para dar una especie de anuncio de grandeza. 

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