Coinciden en Madrid estos días dos espectáculos creados para el Festival de Mérida y estrenados en la pasada edición: «Hécuba», de Eurípides, para mayor gloria de Concha Velasco, y «Julio César», la subyugante tragedia shakespeariana, convertida por Paco Azorín en una pieza de cámara. Sobrevivivir al teatro romano de Mérida no es tarea sencilla. He visto varias funciones que me atraparon en aquel marco, peligroso y estimulante a la vez, y que me han dejado frío al volver a verlas lejos de las milenarias piedras. En el camino hacia otros escenarios se quedaba algo del alma de los espectáculos.
No es el caso de las funciones que he citado, dos ejemplos muy distintos -igualmente válidos, serios, rigurosos y de calidad- de afrontar textos clásicos como estos de Eurípides y Shakespeare. Son ambas tragedias con la venganza, la ambición, el honor y el poder como elementos que las sustentan. Las dos son intensas, hirientes, implacables, con textos hermosos («Hécuba» cuenta con una límpida versión de Juan Mayorga, mientras que Azorín cuenta para «Julio César» con una traducción de Ángel Luis Pujante) y personajes eléctricos y carnosos.
En «Hécuba» se nos muestra el dolor de los perdedores, su humillación y su vergüenza, su ira y su resignación. José Carlos Plaza ha creado un espectáculo dominado por las ruinas, inteligente y de excelente factura; teatro del de antes, del de siempre, con todas sus connotaciones. Teatro de altura, de costuras perfectamente asentadas, donde todo gira en torno a una figura, la de Concha Velasco, en la que es su primer contacto con la tragedia clásica. Concha es una actriz dominante, luminosa, y le da su jerarquía a un papel exigente que ella resuelve con sus armas habituales. A su lado destacan la desvariada anciana de Pilar Bayona, el Poliméstor de Alberto Iglesias y la Polixena de María Isasi.Lo mejor que se puede decir del «Julio César» que ha dirigido Paco Azorín es que la sangre de William Shakespeare late en el montaje (algo que no todas las producciones shakespearianas pueden decir). Brusca, directa, viril (se ha eliminado a los personajes femeninos de la obra), incisiva, el texto aparece bruñido en una puesta en escena desposeída de elementos superfluos y basada en la palabra y la interpretación de los actores. El montaje abraza a los espectadores, los convierte en cómplices de la historia de conspiración, traición y lealtad, donde el director subraya la pregunta que Shakespeare se hace: ¿Es lícito matar a un tirano?, sin llegar a responderla y sin jugar a buenos y malos. Un reparto compacto y afinado ilumina la función, con mención especial para Mario Gas, un firme y confiado Julio César; Sergio Peris Mencheta, un Marco Antonio enérgico y vibrante; Tristán Ulloa, un Bruto atormentado, y José Luis Alcobendas, un ladino Casio.