Cada vez que abro un libro de Fernando Iwasaki (Lima, 1961) me ilusiono con la idea de que voy a encontrar en él auténticas maravillas: me pasó con España, aparta de mí estos premios, con Una declaración de humor y, sobre todo, con Ajuar funerario. Pero en esta cuarta obra que incluyo en mi Librario íntimo creo que la nota dominante ha sido la irregularidad: relatos magníficos y relatos que, sin pena ni gloria, olvidaré en cuestión de días o quizá ya he olvidado. Entre los segundos destacaría “Las memorias de madame Quiñónez”, “Entre las piernas de Luciana” y “Travesía estelar” (en este último caso, bostecé varias veces durante la lectura y estaba deseando terminar). Son tres propuestas que considero fallidas y que resultan indignas del indiscutible talento de Iwasaki: un humor chato, una estructura endeble, un desarrollo quebradizo.
Pero, obviamente, también están los aciertos, que son esplendorosos: el jugueteo con las perspectivas que anida en “La española cuando besa”, las fulgurantes y diminutas historias que se recopilan en el bloque “Fantasías textuales”, el candor sonriente que impregna “En el batimóvil, con miss Graciela”, el lirismo amargo de “La mujer de arena” y, por encima y a mucha distancia, el perfecto relato (casi una novela corta) que lleva por título “Mírame cuando te ame”, que nos traslada una historia de iniciación sexual pero también de despedida lánguida.
Súmese a ese panorama un buen número de homenajes literarios implícitos en el volumen, como el dedicado a Julio Cortázar en la página 57 (“No llega al gustirrinín, al límite, a la jadehollante embocapluvia del orgumio y a los esproemios del merpasmo”) o el que tributa a Jorge Luis Borges en la página 127 (“Un poeta descifró el universo gracias a un disco mágico que habitaba en el decimonoveno escalón de un lóbrego sótano”), y tendremos un tomo ciertamente irregular, para qué negarlo, pero con la suficiente cantidad de brillos como para seguir leyendo en el futuro las obras del espléndido narrador peruano.