En el restaurante arequipeño que lleva mi apellido me preguntaron de parte de quién iba. No sé cómo se dieron cuenta de que no era parte de ese almuerzo donde estaría el Premio Nobel de Literatura ¡si ni siquiera fui en short! En fin, vengo por tal persona, dije. El tipo revisó su lista y me dejó pasar.
Ya en el comedor distinguí a la periodista de un medio de comunicación británico que había conocido la noche anterior (bailando alrededor de un tubo de pole dance, al igual que un puñado de editores y escritores del Perú). Estaba con un tipo cuya altura intimidaba. Les pregunté si podía comer en su mesa: había una banca vacía frente a ellos. Me senté nerviosamente. No pasaron ni treinta segundos cuando alguien me tocó el hombro: “Hemos reservado ese sitio para el premio Nobel”. “¿No soy yo?”, quise hacerme el gracioso –seguro quedé como un idiota– antes de ponerme de pie e ir en busca de quien me acogiera, todavía con excitación cardiaca por haber ocupado por un instante el asiento del Nobel de Literatura.
Cuán desubicado me habré visto, deambulando sin dirección, que un escritor huancaíno me pasó la voz. “Te hacemos un espacio”, dijo, pero vi con escepticismo que cupiera alguien más en esa banca de arrimados. Pedí una silla que nunca me trajeron en el restaurante que lleva mi apellido, y los peruanos ahora sí tuvieron que apretujarse más para que mi culito entre en una esquina. Los quiero.
Luego de embutirme un chupe de camarones sin camarones –soy entomofóbico (mejor no googlen esta palabra)–, y mientras oía a un escritor que decía que en el Perú “solo hay 500 lectores”, me di cuenta de que en la mesa contigua sonreía una mujer que, esperen, ¿no es esa la del programa de libros? Afirmativo. Traté de hacer contacto visual con ella (labios murmurando: míramemíramemíramemírame) sin parecer un jodido acosador, hasta que lo logré.
Vi que se levantó, cogí mi bolso de tela y saqué uno de los libros que, antes de subir al avión, había pegado con masking tape en mi torso, pues no entraban en mi mochila y no me alcanza el dinero para pagar por equipaje en bodega. Decidido me puse de pie y la chica que estaba a mi lado me siguió con un texto de su editorial. No tardaría en darme cuenta de que varios compatriotas viajaron al Hay por lo mismo: una reseña, una publicación, una traducción, un contrato, una foto.
Empoderado por mi cerquillo –gracias a mi abuela pasé del look metalero al del britpop–, saludé a la conductora de televisión con sonrisa Colgate, me presenté pronunciando muy lentamente mi nombre y le entregué las páginas arrancadas de mi cuerpo. Dijo que me leería.
Ya me lo había anticipado mi fuente: “Lo mejor pasa en el almuerzo y en la cena”.
Sábado. Después de entrevistar a una francesa-marroquí –notoriamente aburrida, como si el entrevistador anterior a mí no hubiese leído nada de ella, ¡como si incluso se lo hubiese confesado!–, llegué al hotel donde se realizaría el almuerzo de una editora transnacional. Por suerte me encontré en el lobby a la coleguita, esta vez sin su alto acompañante. Subí al comedor con ella y enceguecí por la luz que rebotaban aquellos manteles impolutos. “No estoy con ánimos de socializar”, le confesé. Caray, ¡tanta blancura me alteraba! Cogimos una mesa aislada y vacía, el mesero nos trajo pisco sour y mientras lo saboreaba muy a gusto en ese oasis, se acercó alguien de la editorial y nos preguntó por qué estábamos tan lejos y tan solos…, y nos juntó a tres conocidos rostros de la tele. Así que ahí estábamos: en el centro de todo. Yo con short y ella vestida completamente de negro.
Al rato se nos unió un amigo, a quien, por su posición en la mesa, el violento sol de Arequipa hería en el cuello. Una sombrilla fue abierta para protegerlo y por poco el viento la tumba y nos decapita. Mi querido se mudó de silla y una mujer vino a mi lado y en voz baja me comunicó que ella podía sostener la sombrilla todo el tiempo que fuera necesario. “Yo me quedo parada acá”, creo que dijo. Caramba, en ese momento Velasco Alvarado estuvo a punto de reencarnar en mí. Gracias a Dios, fui sensato.
No. No es necesario, señorita.
Pero Velasco Alvarado no se quedaría tranquilo. Por la tarde, fui al conversatorio de un simpatiquísimo filósofo alemán que profetiza el fin del capitalismo. En la ronda de preguntas y comentarios –la parte más interesante de muchas de las actividades, la verdad– una mujer se alzó en contra del proyecto minero Tía María y recibió los fervientes aplausos de la mayoría del público. De inmediato, un hombre tomó la palabra y con evidente fastidio le preguntó al filósofo que ¡qué sistema proponía él, ah! “Eu, ui, au”, balbuceó el alemán intentando responder, pero el tipo del micrófono se sobrepuso: “Ya lo escuchamos mucho, señor. Ahora nos toca hablar a nosotros”. Se me fue la somnolencia, brinqué de mi asiento en el palco y vi panorámicamente cómo unas ciento cincuenta cabezas voltearon para descubrir a qué cuerpo le pertenecía esa rabiosa voz. Cuando volvió el silencio, unas doñas de pelo blanco enrojecieron sus palmas desde la privilegiada primera fila.
Esto es el Perú, supongo.
He estado tres veces en Arequipa y ninguna ha sido tan excitante como esta. Alejado del caos limeño, habité una ciudad idílica, con actividad cultural casi todo el día, con cafeterías de chicos y chicas que siempre regalan una sonrisa diáfana, con una versión punk de Sharon Stone durmiendo en la habitación de al lado, con gente dispuesta a salir a conversar sin ningún motivo, dispuesta a debatir sobre política, libros y sociedad, y también dispuesta a bailar, a ir siempre por un poco más de vino, de chela, de pisco como una gran tribu letrada, como una familia (y sus ovejas negras).
“Somos como guerreros de la cultura, ¡nos reunimos para adorar al libro! Cuando entraron los sikuris en la inauguración del Hay sentí que la literatura es una diosa que nos llena a todos.”, me dijo una escritora argentina –a quien hice llorar cuando la entrevisté–. En mi caso, Dioniso desplazó a esa diosa y la mejor prueba es que me venció el sueño durante uno de los monólogos del Nobel, Orhan Pamuk, en el Teatro Municipal de Arequipa. Lo gracioso es que cuando despertaba me topaba con el cuello y los ojos rendidos de mi amigo. Era como si nos turnásemos para la siesta. Felizmente los dos estuvimos repuestos para oír lo último que habló el turco, lo mejor ¡de lejos!
Mi Hay acabó en un bar escondido con la jefa de un medio británico –pantis fucsias, aparentes cincuenta años– bailando Los Prisioneros como si estuviéramos en Viña del Mar. Su amiga chilena contó que el trío tocó en su cole en 1985, cuando recién se hacía conocido. Ella apoyaba en la organización de la kermesse y Jorge González le preguntó “¿Cómo es posible que ni siquiera nos den una cerveza, po?!” y durante el concierto su filosa nariz atacó a la “gente como uno” del Saint George: “¡Ustedes son unos cuicos culiaos!” [algo así como “pitucos de mierda”]. “¡Fue una gran fiesta!”, recordó la chilena.
Una jarra de cerveza más y, a pesar del cansancio por tanta bohemia, nos unimos como hermanos para entonar con fuerza El baile de los que sobran. Un final perfecto. En resumen, en el Hay Festival Arequipa 2019 conocí a tipos encantadores, conversé con tres escritores con más de diez premios juntos, obsequié mi libro de cuentos a nueve personas (incluso a una traductora que me encontré casualmente en la barra de un coctel), vi el partido de Alianza Lima con el conductor de un programa de deportes de la tele –que se tocaba las tetillas cuando Ugarriza recibía el balón y repetía rítmicamente “Uga-risa”, “Uga-risa”– y hasta me crucé con un hater que me saludó y no lo saludé. No se le puede pedir más a esta vida.
O sí, que los barcitos de los domingos atiendan hasta más tarde.
Que los periodistas culturales lean a sus entrevistados antes de.
Una barra de gin tonic más amplia.
Tickets –como esos con que canjeas pan con chorizo en los bingos de tu cole– para todos los periodistas (sin jerarquizar a los medios).
Y que nuestros siempre sacrificados editores nos permitan escribir y publicar más de 800 palabras sin ningún tipo de censura.