(JCR)
“Biwelewele”. Según me explica el hermano William Mulemba, este adjetivo en suahili podría traducirse como “tontos inútiles”, y resume la marginación extrema que sufren personas con discapacidad mental en la República Democrática del Congo. Para el hermano William, y su compañero de comunidad Augustin Chimango, ambos de la congregación de los hermanos de la Caridad, los niños que sufren del síndrome de Down y de otras formas de retraso representan algo muy distinto: a ellos dedican su tiempo y esfuerzo las 24 horas del día en el barrio de Kyeshero, en Goma (República Democrática del Congo).
“Hemos tenido que luchar mucho contra la mentalidad que margina a estos niños porque en sus familias se piensa que no pueden aportar ni producir nada”, insiste el religioso. Su colega de trabajo, Madeleine Kasoki, una mujer corpulenta que ronda ya la cincuentena, piensa que el problema es especialmente grave en el caso de las niñas con discapacidad “porque como piensan que no se van a casar, la familia las ve como una carga porque sabe que no recibirán la dote de ningún hombre que se interese por ellas”. Madeleine es sub-directora de la “Escuela de Vida” que los hermanos de la Caridad construyeron hace algo más de un año en Goma gracias a fondos de la Cooperación y que dirige el hermano Chimango, un joven congoleño que terminó su noviciado el año pasado. En las aulas de este centro estudian hoy 35 niños y niñas que aprenden lo más básico para valerse por sí mismos: lavarse, vestirse, utilizar el baño, comer sin mancharse y expresarse lo más correctamente posible en suahili, su lengua materna, y –para los que tienen más capacidad- también en francés.
Durante el último mes he trabajado en la supervisión delas obras de construcción de un centro socio-profesional para personas discapacitadas que los hermanos de la Caridad levantan actualmente gracias a los fondos recibidos de la Conferencia Episcopal Italiana. La obra se encuentra al lado de la Escuela de Vida y he tenido sobradas ocasiones de ver a estos 35 niños jugando al fútbol, columpiándose y haciendo lo que cualquier niño de esas edades (entre 6 y 14 años) tienen derecho a hacer: disfrutar de la vida, reír y ser queridos. Reconocen los hermanos que han tenido que derrochar mucha paciencia para vencer la inicial oposición de sus vecinos del barrio, muchos de los cuales se resistían a ver pasar a las puertas de sus casas a los “biwelele” de Goma vestidos de uniforme azul y blanco y llevando sus carteras escolares. “El trabajo de sensibilización es importante”, dice el hermano Augustin, “y aunque nos ha costado trabajo, hemos conseguido reunir a los padres varias veces. Muchos de ellos ocultaban a sus hijos y no les dejaban salir de sus casas, pero cuando ahora ven que ya saben valerse por ellos mismos y son felices, se dan cuenta del cambio”. El religioso está orgulloso de señalar que son los padres de estos niños los que están empezando a cambiar la mentalidad de sus vecinos.
Esta es una de las caras menos agradables de muchas sociedades africanas: la marginación que crean culturas tradicionales que valoran a la persona por lo que puede producir, e incluso que estigmatiza a quien sufre una enfermedad mental, algo que se suele atribuir a un embrujamiento que produce miedo. Una de las pruebas del algodón que muestran si el cristianismo ha calado de verdad en la mentalidad de sus seguidores y de las sociedades donde ha entrado es el trato que se da a los más desfavorecidos. A esto contribuyen enormemente congregaciones religiosas como los hermanos de la Caridad, presentes en el Congo desde hace cien años. Especializados en el cuidado a los enfermos más desvalidos, en Goma cuentan –además de esta escuela para niños discapacitados mentales- con un gran centro de rehabilitación para discapacitados físicos y un hospital de salud mental, uno de los seis que existen en todo el país, de los cuales cinco están bajo la dirección de estos religiosos, que fueron fundados por el sacerdote belga Josef Triest a principios del siglo XIX y trabajan en 29 países del mundo, diez de ellos africanos.
Una de las cosas que enriquece más en África es entrar en contacto con religiosos africanos que están muy convencidos de lo que hacen y que siguen colocando a la Iglesia en primera línea en la lucha contra la marginación y la pobreza. Gracias a ellos, niños que antes vivían escondidos en sus casas sin ninguna esperanza en la vida ahora están orgullosos de acudir a una escuela con su uniforme limpio, aprender a valerse por sí mismos y jugar mientras ríen.