Revista Educación

Herminda

Por Juancarlos53

—¿Que os vais a casar? —gritó con cara de sorpresa Amelia—. Pero eso es imposible. Vamos, quiero decir que no nos lo esperábamos. ¿No es así, chicos?

Herminda

Todos miramos boquiabiertos al Mini 1000 de color blanco que, raudo, había subido por la calle Tostado y, gozoso, se había plantado ante la puerta de la Facultad. Por la puerta del conductor apareció una muchacha pizpireta, bajita, menos joven sin duda que quienes estábamos lagarteando al sol, pero de alegre cara.

—¡Ahí va, pero si es Herminda! —profirió Leandro—. ¡Y con coche! ¡Eh, Herminda!

Herminda, Mimi para la familia, había llegado a la facultad de esa ciudad de provincias en segundo o tercer curso. Era de Madrid, hija de un conocido empresario de la construcción, que durante los años del desarrollismo llenó de viviendas las tierras incultas de algunos pueblos próximos a la capital y al tiempo, claro, sus bolsillos de buenos dineros. «Pero ¿quién que esté en sus cabales va a dejar Madrid para irse a vivir a 25 kilómetros?», le decían a Juan unos y otros cuando éste les contaba sus proyectos. Era absurdo pensar que sus ideas fueran a tener buena acogida. Pero, sin embargo, así fue. Al principio, como siempre, sólo los más adinerados, aquellos que tenían vehículo propio, se atrevieron a dar el paso. «Es otra manera de vivir, un estilo de vida diferente», respondía Juan, el visionario, a cuantas objeciones le planteaban.

—Creo que es hija de millonario —le comentó un día Leandro a su novia Amelia mientras almorzaban en el comedor universitario.

—¡Bah, no lo creo! —le respondió ella con displicencia.

Ame era la preferida de Ramón, su padre. De los tres hijos que el indiano tuvo con su mujer Nines, ella era la única chica. Aunque parezca hoy un anacronismo, en este relato a Ramón le viene  como anillo al dedo el calificativo de  indiano. Y es que  fue allí, en América, en Chile concretamente, donde el padre de Amelia se inició en la compraventa de calzado, negocio que le reportaría una pasta gansa. Ramón, que durante su estancia en Chile se había casado por poderes con Nines, a su regreso a España se asentó en la ciudad universitaria donde ella vivía. Allí mismo abrió una serie de zapaterías que, en ese momento, cuando el Mini 1000 miraba ufano la fachada de Filología, ya eran tres. Ame estudiaba Derecho y desde hacía meses era cortejada por Leandro, estudiante pobre de solemnidad. Sin duda alguna el muchacho pensaría que la chica era un buen partido; y ella por su parte creería que, siendo hija del comercial zapatero, jamás habría de preocuparse por el dinero. Vivían ambos en sus particulares burbujas de inopia. Se figuraban que nadie había que tuviese el nivel económico de la familia del indiano. Por eso ese Mini con esos faros, que parecían unos felices ojos grandes abiertos junto al capó, molestaron a Leandro.

Herminda se había hecho querer desde el principio. Era una muchacha desprendida que se prestaba a llevarnos a Madrid siempre que se lo pedíamos. Cuando ellas —me refiero a las chicas— a la vuelta de uno de sus findes ‘sólo mujeres‘ describieron el tren de vida en que vivía la familia y el lujoso chalet, distante de la capital más que las viviendas que el padre edificaba, no podíamos creer lo que nos decían: que si tenían al menos cuatro coches, que si en la casa había un empleado cuya única obligación era estar al servicio de Ramón que no sabía ni quería conducir. «Fue Heriberto quien nos llevó de vuelta a la estación», nos dijeron; después, a renglón seguido, añadieron que la madre no cocinaba, pues para eso tenía una cocinera empleada; y que a los tres hermanos los crió una nani a la que todos ellos querían con locura. Por si lo dicho fuera poco, —esto ya lo mencionaron entre grandes risotadas al ver nuestras caras de sorpresa—, tenían dos chicas más: una para el servicio y la otra para el cuidado de la casa.

—Yo —contaban que se sinceró con ellas Herminia— estudio filología inglesa porque no quiero ser como mi madre que cuando entra en un comercio en Londres, París o Nueva York barbotea en un idioma ininteligible que sólo saben comprender los empleados del establecimiento esperanzados en que su aguante concluya con una millonaria venta

Lo que nos contaban e íbamos conociendo sobre nuestra amiga Herminda era de no creer.  En comparación con ella, nosotros, que, malamente, sobrellevábamos la semana con la exigua paga que nos daban en casa, éramos unos mataos. La mayoría procedíamos de pueblos de la provincia, algunos muy alejados, y estudiábamos en la ciudad gracias a las llamadas becas salario que habíamos de revalidar todos los años con buenos resultados académicos. Los demás malvivían todo el curso dosificando debidamente los cuartos ganados durante el verano trabajando en algún restaurante de nuestro país o, fuera, en Europa, haciéndolo de au-pair, de plombier casselorier o algún otro empleo de este jaez, como se ve, oficios de alto copete. Pero nosotros, ahora, éramos amigos de Herminda, que tenía un Mini 1000.

Los años de estudiante, como todo en la vida, llegaron a su fin. Tocaba buscar empleo. Madrid fue, dada la oferta laboral que albergaba, polo de atracción, primero, y de destino definitivo después. Además, y ello pesó mucho en nuestra decisión, Herminda vivía allí. Con el tiempo todos conocimos el chalet de sus padres, así como las otras casas que la familia tenía esparcidas por la geografía peninsular. Nuestra relación de amistad pareció fortalecerse y renovarse aún más cuando algunos comenzaron a tener hijos. Desde ese momento, era frecuente cenar o comer en casa de unos u otros los fines de semana. La mayoría ya estábamos casados o en pareja; sólo Herminda y algún otro no lo estaban.

Herminda

Un día Herminda nos convocó para cenar en El Comunista, local próximo a Capitanía donde, durante el por entonces aún muy cercano franquismo, no pocos conciliábulos de opositores al mismo habían tenido lugar. Allí, esa noche entre risas, brindis y comentarios divertidos sobre lo que iba acaeciendo en el país Herminda y Antonio nos dijeron que se iban a casar.

Menchu y Chuchi, Lucía y yo, Ángel y Dorita, Floren y Mati, todos nos habíamos casado ya y por hacerlo nunca nadie dijo nada. Pero que se casara Herminia, o sea la chica rica del Mini 1000, y que además lo hiciera con Antonio, el estudiante inteligente de la beca salario, no sé, como que no cuadraba, es más casi casi molestó a algunos. «¿Por qué él y no cualquiera de nosotros que teníamos mejor planta?», pensaría alguno. «¿Por qué ella tiene más dinero y simpatía que tú o que yo?», decían, rabiosos y en silencio, los ojos por entonces ya tristes de Leandro y de Ame, quienes, como Hero y su homónimo amante, en ese momento parecieron perecer ahogados en la falsa ciénaga de lo material que hasta entonces creían segura para ellos e inalcanzable para los demás.


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