Todos los años sufridos en Cuba bien valían un poco de Art Nouveau, aunque en el pueblo nadie lo entendiera.
Porque habían sido más de dos décadas al otro lado del charco, desde que llegó a La Habana de guaje, a comerse los mocos y trabajar como un perro para el patrón, sudando cada día un poco más y ahorrando las monedas sueltas que quedaban de mandarle la soldada casi íntegra a Padre y Madre en Asturias. Dos décadas duras en las que Valeriano se había hecho a sí mismo y, a fuerza de trabajo y esfuerzo, por fin había hecho fortuna, convirtiéndose en patrón y enlace de los asturianos que llegaban a la isla. Veinte años perfeccionando los conocimientos sobre perfumes, esencias, aceites, colonias, fórmulas químicas, compuestos, paquetería, cartones, envases, etiquetas, sobre todo y cualquier cosa que girase en torno a la industria de la cosmética y el cuidado personal, que quién se lo iba a decir a él, un rapaz de San Martín de Borines que se había criado entre xatos pa carne y vaques lecheres.
Veinte años, cagon san Dios, y ahora que por fin estaba pa retirar, resulta que a la gente se le hacía extraño que a él se le pusiera en el santo moño decorar la casa con azulejos Art Nouveau y pintura amarilla.Allá en Cuba lo había dejado todo bien atado y sólo quería descansar en el sitio donde había nacido y donde se había enamorado -cuántas cartas cruzaron el océano de Arriondas a Habana y de Habana a Arriondas hasta que don Bruno accedió, por fin, a enviarle a Herminia para casarse y formar familia como Dios manda-. Descansando, por supuesto, pero también demostrando que aquellos veinte años en Cuba le habían hecho ganar de sobra el descanso. Por eso la casa y por eso el Art Nouveau y por eso la pintura amarilla y las tres plantas de pisos, y por eso el sitio privilegiado. Que todos vieran el esfuerzo de veinte años, que lo vieran todos: al lado de la carretera y del práo de la fiesta, de camino a la Iglesia y al cementerio, allí mismo, majestuosa, orgullosa, se eregiría Villa Herminia, la mejor casa que Borines habría visto jamás. Más grande incluso que la compacta vivienda de los Ballesteros, los del balneario; más moderna que la monumental casa en la Infiesta de don Agustín Fernández, el cuñado de Collado. Así sería Villa Herminia. Inolvidable. Eterna.
Valeriano y Herminia volvieron a Borines en el verano de 1922 y allí estaba la casa, nueva, radiante. Allí estaban ellos, allá la casa, y por delante toda la vida. Aunque los del pueblo habían visto al principio como ostentoso y exagerado el intenso amarillo de las paredes, y lo barroco de las verjas de entrada, y las muchachas flapper y los veleritos de los azulejos Art Nouveau, Villa Hermina pronto se abrió a ellos en cada fiesta, en cada celebración. Tres veranos de felicidad. Tres fiestas de San Roque y Nuestra Señora. Una chocolatada al mes para todos los guajes del pueblo. Lujo. Paz. Eso era la orgullosa Villa Herminia hasta que en sus paredes amarillas, demasiado amarillas quizás para un pueblín de montaña en los años 20, salió la primera grieta.
Herminia, la fía de Bruno, la señora de Fernández, se puso enferma casi al mismo tiempo que la casa, que por algo compartían nombre. De ser elegante anfitriona pasó a ser enferma moribunda en apenas un par de meses, y murió inmediatamente, casi de improviso, sin un hijo que la llorara, víctima de una extraña enfermedad que la había carcomido por completo en menos de un año. Cuando volvió de enterrarla, al calor de la majestuosa chimenea de la casa, Valeriano se dio cuenta de que todo se había acabado y comenzó a dejarse morir. Lo hizo pocos meses después, en la misma casa que representaba toda su vida y, ahora, también su muerte. Villa Herminia se quedó sola, cerrada a cal y canto, pero igual de orgullosa que siempre. Por más que la tierra sobre la que se asentaba se empeñase en tirarla abajo, por más que se agrietase cada año, por más que las columnas se le doblaran peligrosamente, Villa Herminia jamás se cayó. Portentoso fenómeno de la física, inexplicable suceso: cada año, cada agosto desde que se quedó sola allá a finales de los locos 20, todas las generaciones que fueron transcurriendo sobre el práo de la fiesta juraban que la casa no pasaría del invierno. Que se la llevaría por delante cualquier mínima ráfaga de viento, o una mala tormenta, o la helada, o las lluvias, o simplemente el tiempo. De Navidá nun pasa. Y todos se equivocaron, año tras año.A Villa Herminia no se la llevó ni el tiempo ni las condiciones meteorológicas, ni nada. Se la tuvieron que llevar, porque ochenta años de De Navidá nun pasa son muchos años de peligro. No pasó, efectivamente, de la navidad de 2010, cuando la demolieron. Contaba Villa Herminia con casi 90 años de historia y sus paredes, aunque agrietadas, seguían siendo del mismo amarillo intenso que Valeriano había elegido desde La Habana.
El Art Nouveau, los azulejos de la entrada, es lo único que sigue en pie. No se equivocaba Valeriano: todos los años sufridos en Cuba bien lo valían.
Post original en La cantera de Babí