Al otro lado del teléfono, una voz masculina me da la enhorabuena. Les ha gustado mi diálogo entre lo absurdo y lo ordinario, y la voz, de nombre Christopher, me informa que soy una de las dieciséis seleccionadas para participar en el Lucha Libro 2015. Mientras le doy las gracias, un tic nervioso se presenta sin invitación en mi ojo izquierdo. Si en los días inspirados no consigo teclear más allá de la página y media en la intimidad de mi habitación, ¿cómo se supone que debo inventar en cinco minutos una historia coherente que se lee mientras se escribe?
Había ido hacía un par de años con mi amiga N. a otro festival de improvisación, y ése había sido hasta el momento mi primer y último contacto con este mundillo tan encantador. El público proponía palabras, a cada cual más enrevesada, el escritor creaba un texto y el grupo de actores la representaban sobre la marcha, sin una pausa para la reflexión. Me pareció un planteamiento fantástico, los espectadores como parte de la creación de una historia que crecía y moría en directo. La misma magia propone Lucha Libro, pero imprimiéndole altas dosis de adrenalina: cuatro combates por noche de escritores que se enfrentan contra el tiempo en un ring-escenario. Para asegurar el juego de la improvisación, las historias vienen marcadas por tres elementos desconocidos para el participante hasta el momento de poner un pie sobre la tarima. Los tres elementos son iguales en cada duelo. El luchador no puede leer el relato de su oponente y el público no puede ver las caras de los participantes, ya que escriben portando máscaras típicas de la lucha libre mexicana. El jurado elimina tras cada pelea a un combatiente, quién descubre su rostro como castigo. Ahí es nada.
Los luchadores-escritores nos conocimos un mes más tarde, el día de la elección de máscaras en La Noche de Barranco, donde también se celebraría el concurso. Llegué vergonzosamente tarde y sólo quedaban dos semblantes que darle a Joe, mi alter ego en el escenario. La que elegí tenía una cresta roja y la boca torcida. No daba miedo, pero tampoco parecía muy amistosa con ella ajustada sobre la cabeza. Dudaba entre preguntar el nombre o el apodo a mis compañeros de futuras batallas. Supongo que llevar una máscara puesta suscita ese tipo de conflictos internos. También creía que serían expertos improvisadores, lo cual no ayudaba con mi tic nervioso que había vuelto para hacerme compañía. Sin embargo, resultó que compartíamos inquietudes parecidas respecto al mecanismo del concurso y, de no ser por la máscara, concluí que ninguno parecía muy amenazador. Posamos con mayor o menor soltura ante la cámara, nos familiarizamos con los rincones del garito y finalmente probamos la computadora, inofensiva en ese entonces.
En Lucha Libro los escritores ocultan su rostro tras máscaras y se suben a un ring ficticio. / Foto: Kami Velvet
Un par de semanas después los luchadores pudimos conocernos algo mejor, durante los talleres de escritura y expresión corporal en el Centro Cultural de España. Y eso que no era tan sencillo recordar si la calavera escondía al ingeniero que leía a Bukowski o si el del apodo cual figuraba con tal nombre en su documento de identidad. Me interesaba más su camino hasta allí y encontré procederes variados. Algunos se habían presentado durante varios años, otros habían escrito su cuento prácticamente el día del cierre de la convocatoria. Una de las chicas envió su historia para animar a un amigo indeciso y resultó que quedó ella seleccionada. Para la mayoría, su salario a final de mes poco o nada tenía que ver con la escritura, pero varios sí mencionaban algo parecido a una necesidad de poner por escrito lo que sienten inexpresable de otro modo.
Llegó setiembre y con este mes llegó también la primera tarde de Lucha Libro 2015, en el que la pequeña Joe enmascarada se enfrentaría en el tercer asalto contra Ratón 70. Pensé que Joe tenía todo bajo control. El público y su bulla no iban a morderme. El bar y el escenario no eran tan grandes. Y mi argumento de consolación favorito: ¿qué puede salir tan mal en cinco minutos? En el camerino, sudaba a mares y advertí a mis compañeros medio en broma medio en serio que bien podría ser la primera participante en desmayarse en el escenario.
La realidad fue, en cierto modo, peor. No podía escribir. Las manos y los dedos temblaban tanto que no podía presionar una tecla sin golpear todas las de alrededor, creando frases absolutamente ilegibles. Pensé que coordinar solo los dedos índices sería más sencillo, porque así eliminaba la amenaza de otros ocho dedos descontrolados, y así fui deletreando la historia en mi cabeza y presionando letra a letra hasta que terminó mi tiempo. Mientras escribía no miré en ningún momento lo que estaba apareciendo en la pantalla, evitando así también ver las caras confundidas de los espectadores.
Al erguir la cabeza para leer mi historia, pensé que parecía un texto de los que me regala mi gato cuando se dedica a pasear encima de la computadora. Con la alegría de quien no tiene nada que perder, leí el cuento lo mejor que supe y esperé el turno de mi oponente para regresar al escenario.
El jurado eligió mi relato a pesar del desastre y así pasé a la siguiente eliminatoria. Algunas personas del público me dijeron, muy amablemente, que no habían entendido el argumento. Ni un poquito. Nada de nada. No pude más que darles la razón.
Dos lunes más tarde se celebraron los cuartos de final. Creí que sería divertido, a la par que redentor, contar una anécdota reciente; como la historia de una chica que le sale mal lo de improvisar escritura delante de un respetable público. Si creí que aquello iba a liberar mis manos de su temblor, desde luego me equivoqué. Fue todavía peor que la primera vez y tanto así que ésta vez algunos creyeron que se trataba de un jeroglífico o una performance. No tuve tanta suerte como la primera vez y el jurado eligió el relato de Li, que tras vencer también en la semifinal, se convertiría en la vencedora enmascarada del Lucha Libro 2015.
Ana Muñoz es española, pero escribe en Lima, donde participó en la última edición de Lucha Libro.